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1 de mayo de 2011

Ocho menos cuarto

No sé qué demonios hago aquí con él. En realidad, no sé qué demonios he estado haciendo con él durante todo este tiempo. Pasan los días y seguimos igual, siempre hacemos lo mismo, la misma rutina.

No sé cuánto tiempo llevamos juntos, pero todo eso me da igual, siempre es él quien se acuerda de ese tipo de cosas, ese tipo de chorradas. ¿Qué más dará tener conocimiento de esas nimiedades, cuando lo realmente importante es estar juntos?

No sé qué me está contando en estos momentos. No le estoy escuchando. Estamos caminando por el puerto en una tarde preciosa, y yo me pregunto qué hago aquí con él. Veo a la gente, a sus parejas, sonríen y parecen disfrutar. Parecen disfrutar. Yo lo intento, de veras que lo intento, y a cada momento que pasa me cuesta más disimular mi hastío, pero creo conseguirlo. Sonrío a las caras conocidas, comparto banalidades y tópicos en conversaciones insufribles. Decimos adiós y seguimos caminando. No hacemos otra cosa.

Si me marcho ahora creo que podría coger el autobús de las ocho menos cuarto. Llegaría a tiempo, no estoy más que a unos siete u ocho minutos. Qué casualidad, de algo sí me acuerdo sin problemas: fue en ese autobús en el que podría decirse que comenzó nuestra relación. Ahora quiero que sea ese mismo el que termine con ella.

El autobús de las ocho menos cuarto. Sí, los detalles de aquellos primeros instantes sí los recuerdo bien. La gente volvía de la playa y yo había estado con unas amigas comentando la juerga de la noche anterior. Ellas vivían en la ciudad, con lo cual yo solía volver sola en el autobús. En aquella ocasión allí estaba él, a quien conocía únicamente de vista, ya que se daba la casualidad de que los bares que frecuentábamos en las juergas eran, por lo general, los mismos, y además ya le había echado el ojo en algunos conciertos en los que también coincidimos. Nunca habíamos hablado antes, era solamente que me había fijado en él, pero en aquella ocasión, en el autobús, fue cuando empezamos a hablar. El autobús iba lleno hasta la bandera (¡malditos días de playa!) y se sentó a mi lado.

Arrancó el autobús y decidí conocerle, así que empecé a hablar con él. Estoy convencida de que si no hubiera iniciado yo la conversación, él no lo habría hecho y todo habría seguido igual, ya que no sé qué pasa con los chicos de esta ciudad y de los pueblos de alrededor, que si no es una misma la que da el primer paso, no ocurre nada. ¡Parece que nos tengan miedo!

Para romper el hielo utilicé la excusa de querer saber si conocía a una supuesta amiga mía, pensando que sería también amiga suya. Como no había tal amiga, era evidente que no la conocía, pero el primer paso ya estaba dado, así que lo siguiente fue pasar a comentar que me había parecido verle en otras ocasiones y que no sabía que éramos del mismo pueblo, por ejemplo. A pesar de que al principio le noté un tanto nervioso o tenso, con el transcurso de los minutos fue cogiendo confianza y tuvimos algún que otro momento divertido en la conversación. Sin duda parecía un tipo gracioso. Me gustó.

El autobús llegó a mi parada y entonces él me preguntó si no me importaba que fuera conmigo durante un rato para poder seguir charlando. Asentí con la cabeza, sonriendo para mis adentros pues notaba que no sabía disimular el esfuerzo que le suponía preguntarme aquello.

A partir de ahí según transcurrían los días fuimos acercándonos el uno al otro cada vez más, primero con simples conversaciones a través de chat, o en la típica red social, tan de moda y a la vez tan aburrida… Pero a pesar de ello no ocurría nada más, por lo tanto decidí de nuevo ser yo quien diera un nuevo paso si quería una relación seria, algo en condiciones.

Acordé quedar con él y tras tomar un par de refrescos en alguna terraza, por fin llegaron los primeros besos y las primeras caricias. Fue en ese preciso momento en el que debía haberme dado cuenta de que algo no iba a funcionar. No sabía qué era, sólo noté algo, un posible indicador que me decía que no siguiera para adelante. Pero no le hice caso, ese fue mi error.

No sé porqué me uní a él, ni qué me llevó a compartir tantas cosas y momentos con él. Me sentía sola, necesitaba tener a alguien a mi lado. El cuerpo, o mejor dicho mi vida, me lo pedían casi a gritos. Esa era la principal razón, ahora lo sé. Estaban pasando los años y notaba que mi soledad se hacía mayor. Ha sido todo una farsa ridícula, y por fin me he dado cuenta.

El autobús de las ocho menos cuarto…

Es ahora cuando he decidido que lo nuestro no puede continuar así. Ni así ni de ningún modo: simplemente debe acabar aquí. Su terrible monotonía y la rutina de siempre me aburren. No siento nada al tocarle, no siento nada cuando me toca. No tiene conversación. No me aporta nada. No sé si yo le aporto algo a él o si lo he hecho durante todo este tiempo, pero me da igual. No hay comunicación. Además aquella soledad que sentía en el momento de conocerle y que tan malos ratos me hizo pasar no se ha marchado, siempre ha estado ahí. Sigo estando sola. Rodeada de gente, pero sola… Eso es algo que me mata poco a poco, no lo puedo soportar.

Se me echa el tiempo encima y no quiero perder el autobús, así que me paro en seco y le digo lo que hay. Intento ser fría pero el nudo que se me empieza a formar en la garganta poco a poco hace que no me sienta tan fuerte como pensaba. Él no comprende nada y me pregunta porqué. Le explico todas mis razones y me pregunta qué han significado para mí todos esos instantes tan especiales que hemos vivido juntos. Le digo que nunca logré sentirlos como algo especial, y que sin duda, como decían en aquella película, esos momentos se perderán como lágrimas en la lluvia. En mi vida pensé que pudiera decir algo así a alguien.

Debo marcharme y sé que él no lo va a impedir, no es su estilo. Sin querer le agarro la mano pero se ha convertido en algo inerte, una mirada al vacío llena de preguntas que se van a quedar sin respuesta.

Por fin, adiós.

Me alejo y me doy cuenta de que tengo que acelerar el paso hasta casi correr para poder llegar a tiempo al autobús. Faltan pocos instantes para que el reloj marque las ocho menos cuarto y estos autobuses siempre son puntuales. No me está dando tiempo y acelero más el paso. Comienzo a pensar en las palabras que he dicho hace tan pocos minutos. No sé si habré sido demasiado dura pero lamentablemente todo era verdad. Inconscientemente al doblar la última esquina comienzo a cruzar la carretera. Oigo un gran bocinazo y gritos de alarma de la gente cercana. Todo es negro de repente. Todo excepto las grandes luces del autobús de las ocho menos cuarto, que ha salido ya.

FIN

12 de diciembre de 2010

Minirrelato de terror

-En esta vida todo tiene solución, menos la muerte. -Se oyó decir a un hombre mientras esbozaba su última sonrisa con gesto irónico, justo antes de que aquel zombie le arrancara un brazo y le mordiera el cráneo.


14 de julio de 2010

Do you mind? (Cuarta y última parte)

[Viene de: Do you mind? (Tercera parte)]

Recordando cómo habían transcurrido todas estas cosas, me dirigía, nos dirigíamos, los guardias y yo, hacia ella.

Mi nerviosismo aumentaba exponencialmente, es decir, a lo bestia.
- ¿Está… está guapa? –pregunté a mis dos “guardaespaldas”. Vaya preguntas se me ocurren hacer.
- ¿Que si está guapa quién? –dijo el más feo de los dos. En realidad, de los tres, porque yo no es que sea un Robert Redford, o un Paul Newman, pero algo de gracia en ese sentido, sí que tengo. Me gustaría saber de qué tebeo de Mortadelo y Filemón había salido ese guardia.
- Mi... mi visita… eh… ella.

Comenzaron a reírse, con unas risotadas que me molestaron bastante. Cada vez me caían peor. Con esto, llegamos a la sala de visitas.

- La mesa del fondo, cuatro-tres-siete. Tienes veinte minutos –y me dieron un pequeño empujón además de unas palmaditas en el hombro.

Según me iba acercando, pensaba en qué sería lo primero que le diría a mi amada. “Dile que está muy guapa. Eso siempre queda bien”, me dije. Llegué a la mesa del fondo, a la zona más oscura de la sala, como oscuro se me volvió todo al comprobar que no era quien estaba allí… era Jotapé.

- Hola, Jotapé. Me alegro de verte. –Me entró una depresión descomunal.
- Sí, claro –rió-. Y quieres que me lo crea. Pensabas que sería ella, ¿verdad?
- La verdad es que sí, amigo.
- Deja de llamarme “amigo”.
- ¿Cómo dices?
- Que no soy tu amigo, joder. ¿Es que no lo entiendes?
- Pues… no.
- Siempre has sido un fracasado. Y a mí no me gustan los fracasados. Deberíais estar todos muertos. A ti, en cambio, decidí meterte en la cárcel, pero es porque hace algún tiempo compartimos buenos momentos. No por otra cosa.
- ¿Me… me hubieras matado?
- Por supuesto.
- Pero, ¿por qué, Jotapé? ¿Por qué? –comenzaron a brotarme algunas lágrimas, mezcla de incomprensión y dolor.
- Joder, te los estoy diciendo. Porque eres un fracasado, y los fracasados no van a ningún lado, y lo que es peor, hacen que todo el mundo no vaya a ningún lado. Mírate: siempre lloriqueando y haciéndote ilusiones imposibles. No has llegado a nada. ¡No aspiras a nada! No se puede estar siempre así, y tú lo estás.

Me sequé con la manga las lágrimas. Me hizo sentirme avergonzado. –Tienes razón. Con ella, por ejemplo, me hice muchas ilusiones.

- Exacto. ¿Y todo para qué? ¡Para nada! A ver si aprendes de una vez.
- ¿Está ella contigo?
- Evidentemente. Desde hace varios años. Nos conocimos en un viaje por el sur de Francia cuando…
- No me cuentes tu vida, Jotapé –hice una pequeña pausa-. Cabrones –estaba furioso- Y ahora, ¿está ella aquí?
- Claro, esperándome fuera. Con el BMW oscuro que tanto te gusta. Si estás pensando que le diga que venga a verte, ni lo sueñes –me había leído el pensamiento-. Además, ella me ha dicho que no piensa entrar.

Sonó una bocina horrenda que indicaba que el tiempo de visita se había agotado. Enseguida apareció el del tebeo de Mortadelo para asegurarse de que había oído el bocinazo.

Cerré los ojos, y eché un último vistazo mental a la chica de mis sueños, como si hubiera sido ella quien había venido a visitarme. Desde la planta de los pies –mejor dicho, desde la punta de los tacones- hasta el último pelo de su hermosa melena, pasando por sus caderas, sus pechos, su mirada…

Todo el mundo hace el idiota por alguien. Sólo envejeciendo es posible librarse de las complicaciones, así que me concentraré en eso. Tal vez viva tanto, que llegue a olvidarla. O quizá muera, intentándolo

(La dama de Shangai, de Orson Welles)

Abrí los ojos. Me incorporé.

- Sabes que te buscaré al salir –le dije, seco.
- Y que intentarás vengarte. Lo supongo. Pero para ello, primero has de salir de aquí, y, francamente, lo tienes un tanto difícil. Adiós, fracasado.

Esbozó una sonrisa y, levantándose, Jotapé dio por terminada la conversación. Se giró y comenzó a alejarse, dirigiéndose hacia la salida. En un momento así quedaría muy bien una canción. Cantada por una mujer, que implique desolación. Como la de Peggy Lee en “Johny Guitar”. Solo que, en aquella estupenda película, la chica y el chico (el bueno), después de besarse, acaban juntos.

FIN

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10 de julio de 2010

Do you mind? (Tercera parte)

[Viene de: Do you mind? (Segunda parte)]

Quedé con Jotapé en mi piso, para repasar el plan por última vez. Al salir a la calle, nos encontramos con que la mujer de mis sueños nos esperaba, con un BMW impresionante de color oscuro. Tartamudeando, cómo no, pregunté a Jotapé qué coño hacía ella aquí, qué pintaba. Me dijo que se había tomado la molestia de llamarla, y contarle el plan. Por lo visto, ella se entusiasmó tanto, que quiso participar.

- Pe… pe… pero, Jota-jota-jotapé…
- ¿Qué pasa? –su mirada pareció un tanto furiosa.
- Que…que… que ella… no-no-no entrab-ba en nuestro me-me-meti-meticuloso plan.
- Calla de una vez, y sube al coche. Ha habido algunos cambios.
- ¿Caca… caca… cacambios? ¿De qué tipo?
- Cagondiós… Sube al coche y ahora te lo cuento.

Subí al coche, en la parte trasera, Ella y Jotapé, en la delantera.

- Je… jelou –le dije, con mi acartonado inglés de diccionario recién comprado, mostrando la mejor de mis sonrisas, y también la mejor de mis tartamudeces.
- Vaya –respondió-. Veo que has perfeccionado tu inglés –Y me guiñó un ojo, de manera tal que me derretí allí mismo. Yo ya era feliz. Ojalá se hubiera parado el tiempo en ese preciso instante…

Arrancamos. Jotapé me contó los cambios. ¿Los cambios? Mejor dicho, el nuevo plan, ya que el original ya no existía. Este era completamente diferente de aquel. Pero parecía más sencillo, y además ahora contábamos con el apoyo de una tercera persona. Todo iría bien.

Pero no fue bien. Poco hay que comentar al respecto: Que, vaya usted a saber cómo o porqué, saltó la alarma, y que dos de los atracadores lograron escapar, y uno no.

Me puse tan nervioso con el potente ruido de la alarma,, que me bloqueé. No sabía qué hacer. No recordaba por dónde había entrado, ni por dónde tenía que escapar. Ni siquiera qué estaba haciendo allí. La policía llegó enseguida. Ojalá hubiera estado Jotapé allí conmigo. Él habría sabido qué hacer. Pero Jotapé estaba en los sótanos de los almacenes de la gran tienda, y pudo escapar sin problemas. Como ella, que esperaba fuera con su cochazo. Ojalá hubiera podido verla, solamente una vez.

Continuará... en breve (con la cuarta y última parte)

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28 de junio de 2010

Do you mind? (Segunda parte)

[Viene de: Do you mind? (Primera parte)]

Una cosa tenía clara: Debía hacer el robo lo antes posible. Pero existía un problema: ¿cómo averiguaba yo dónde se guardaba el dinero? Aquí era donde debía entrar en escena el colaborador que se me tenía permitido. Eché mano de mi agenda, de mano, y probé suerte llamándole por teléfono. Espero que siga viviendo en el mismo sitio, porque si no, a ver cómo demonios lo localizo. Descolgaron el teléfono. ¡Bingo! Era él. “¿Jotapé?” pregunté. “Cagondiós, sólo puede haber una persona en el mundo que me llame así… ¿Qué tal estás, tío? ¡Cuánto tiempo!” “Efectivamente, Jotapé, hace mucho… Oye, que te llamo porque necesito verte. ¿Puedes quedar ahora?” “Joder, pues claro que puedo. Para un amigo yo siempre tengo tiempo. ¿Te parece que quedemos donde Siempre?” “Perfecto”, dije yo, “te lo iba a proponer. Donde Siempre”.

Donde Siempre era donde siempre. Puede sonar a redundante o absurdo, pero esa es la gracia de ese bar. Siempre era la matrona del bar, que estaba situado en la Parte Vieja de la ciudad. Siempre era fea como ella sola, con la cara redonda, muy redonda, y llena de verrugas. Siempre estaba también muy gorda, y tenía una voz de hombre increíble. Siempre sirve unos bocadillos rancios. Su especialidad, el pollo. El pollo rancio, por supuesto. El bar de Siempre es visita obligada para los turistas. Si alguien viene de visita al a ciudad y no se deja caer por ese antro, ni será visita, ni será nada. En fin, que mi amigo Jotapé y yo siempre quedábamos allí, donde Siempre.

En quince minutos estaba yo donde Siempre, y después de haberle saludado y ella haberme preguntado si tenía ya novia y yo haberle respondido que no, pero que había un proyecto para ello y después de que a ella le cambiara la cara y me preguntara que si tenía tanto sexapil como ella y yo le respondiera que eso era muy difícil, después de que Siempre se marchara, después de todo esto, apareció Jotapé.

“Jean-Pierre”, saludé. “Qué cabrón eres”, me dijo. “Hace años te dije que serías tú la única persona a la que permitiría llamarme Jotapé, pero que a cambio no me volvieras a llamar jamás por mi verdadero nombre, y ahora, ala, a tomar por culo. “Era un vacile, Jean-Pierre”, bromeé yo- “Que no me llames así, coño”. “Vale, vale, no te mosquees, tío”. Nos abrazamos, pedimos una racioncilla de pulpo a la gallega, y después de un diálogo entre Siempre y Jotapé parecido al mío, le conté el asunto del robo.

Jotapé se llama realmente Jean-Pierre Gaudí. Su madre era francesa y su padre catalán. Hace muchos años, como yo consideraba que Jean-Pierre era un nombre demasiado largo, lo acorté usando sus iniciales. Eso le gustó, y así se ha quedado: Jotapé.

Nuestros padres eran amigos, por lo tanto, nosotros también acabamos siéndolo. Ya siendo mayores, Jotapé se marchó a vivir al extranjero. Poco a poco, nuestra relación se fue enfriando, hasta perderse. Hace no mucho supe que había vuelto, y por ellome acordé de él para que fuera mi socio en este trabajo.

Discutíamos mucho, sobre todo por temas relacionados con el cine. Diferíamos bastante en lo referente a gustos. A él lo que le gustaba era el cine porno. Vaya si le gustaba. Varias veces me hizo la jugada de quedar una tarde para ver alguna película alquilada en el videoclub, ya parecer él con, por ejemplo, “Diario de una camarera” y “Las orgías del Titanic, 3 ª parte”. Bueno, la de “Diario de una camarera” pase, además la protagonizaba Laure Saintclair, que es preciosa, pero la de las orgías, era completamente infumable. No había por dónde cogerla… Y ya teníamos la discusión montada. Jotapé me hablaba de lo magníficamente rodaba que estaba la película, me decía que las escenas de sexo eran innovadoras, que el argumento (¿argumento? Con esto yo siempre me partía de risa), etcétera. Claro, yo lo que intentaba era que viera más cine clásico, como Hawks, Ford, Hitchcock… pero no había manera.

Pero ahora había otro tema que comentar y discutir: El atraco. El mamón de Jotapé no hacía más que preguntarme sobre la chica, mi amada. “¿Te la has tirado ya?” “Joder, Jotapé, qué bestia eres, cómo me la voy a tirar…” “¡Mal hecho, tío, mal hecho! Y qué, ¿tiene cara de golfa o de qué?” “Hey, Jotapé, no te pases, no hables mal de la gente que me cae bien…” “Claro”, respondió chulesco, “y menos de la que va a ser tu novia…”. Y comenzó a reírse. Qué cabrón. A ti te daba yo golferío.

Finalmente la conversación giró a lo realmente importante, hacia el atraco de los ultramarinos. Estuvimos horas y horas estudiando situaciones y posibilidades, pensando el cómo y el cuándo, por dónde y de qué manera… Muy de madrugada, teníamos todo meticulosamente preparado. Si hay algo en que nos parecemos Jotapé y yo, es en que nos gusta ser muy precisos. Para celebrarlo, fuimos a un centro de esos que están abiertos las veinticuatro horas del día, donde Jotapé compró algunos licores, yo unas cervezas sin alcohol, y nos fuimos a mi piso, a beber.

Dos días después, llegó el momento.

Continuará... en breve

[Seguir leyendo en: Do you mind? (Tercera parte)]

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12 de junio de 2010

Do you mind? (Primera parte)

[Viene de: Do you mind? (Prólogo)]

Desde pequeño siempre me habían fascinado los temas relacionados con la fontanería, por lo tanto, a muy temprana edad ya tenía muy claro que lo que quería ser de mayor era fontanero. Pasaron los años, y mi sueño se cumplió.

El negocio no me iba mal, tampoco muy bien, pero no me quejaba. Estaba yo en mi pequeña oficina, es decir, en el escritorio de mi habitación, en mi casa, haciendo cálculos para unos presupuestos, cuando llamaron a mi puerta. “¡Adelante!”, grité. Siempre tengo mi puerta abierta. El caso es que no pude decir nada más, porque quien apareció fue una de las criaturas más bellas que yo había visto nunca. ¡Era hermosísima! Mi primera impresión fue que tenía gran parecido con una de mis actrices favoritas, Veronica Lake, especialmente por su peinado. Rápidamente me di cuenta de que había una gran diferencia con Veronica Lake: era morena. Por lo tanto cambié inmediatamente de impresión y a quien ahora se me parecía era a la también actriz Linda Fiorentino, otra de mis musas, en “La última seducción” especialmente. Gran película aquella, por cierto.

- Do you mind? –preguntó.
- ¿Có… có... cómo dice? –empecé a tartamudear. Es algo que siempre me ocurre cuando tengo una conversación del tipo que sea con una mujer. Sobre todo con una tan guapa.
- Es inglés. Le he preguntado que si le importa –¡qué voz, dios mío, qué voz tan dulce y suave tenía!
- ¡Ah! In… in… inglés. Claro… cla… cla… claro –por la cara que puse seguro que me notó que yo de inglés no tengo ni idea. Recordé que me había hecho una pregunta- ¿Que si me imp… imp… import-ta qué?

Ella, sin decir nada, alzó un poco las manos y me mostró un cigarrillo y un mechero Zippo plateado, precioso. Como sus manos. Como sus dedos, finos y largos. ¡Ah! Que si me importaba que fumara.

- A… a… ad-delante.
- He venido porque quiero encargarle un trabajito –dijo, encendiendo con maestría el cigarrillo.
- Para eso e… e… esta-estamos, señora.
- Señorita –se sentó y cruzó las piernas. Sharon Stone. Instinto básico. Muchas coincidencias cinematográficas hasta el momento. No sabía si ello era indicador de algo bueno, o, por el contrario, de algo no malo, cuando menos fatal. De momento la cosa no iba mal, ya que parecía no estar casada. Esto lo deduje gracias a mi buena agudeza visual, fijándome en que no llevaba anillos de ningún tipo. Además, me fui tranquilizando, debido a que ahora sólo la veía de cintura para arriba, al estar ella sentada y haber una mesa entre nosotros. Gracias a ello mi tartamudez fue desapareciendo.

- Usted dirá –le dije.
- Iré directa al grano. Quiero que me ayude a cometer un atraco. De hecho, quiero que usted realice el atraco.

Evidentemente, volvió mi tartamudez.

- ¿Có… có... qué… qué… cómo dice? ¿Me toma… me toma ust-ted el pelo?

Ella alzó sus labios hacia la derecha con una mueca y respondió, rotunda: -No.

Noté que la garganta se me había secado de repente. Agua. Necesitaba agua. Me levanté y empecé a dar vueltas alrededor de la mesa y de ella, que, por cierto, no dejaba de sonreír. Al poco dijo, como si pareciera que pudiera leer mis pensamientos: -Tranquilícese. Y, no creo que sea agua lo que necesita. Quizá le vaya mejor esto –sacó de su bolso rosa con lentejuelas una petaca de licor –Whisky.

- Deme… deme… démelo –cogí la petaca y bebí como un poseso. Casi la terminé. Tranquilizarme no me tranquilicé, pero la borrachera que me agarré, debido a que no estoy muy acostumbrado al alcohol fuerte, fue de órdago. En tres minutos aproximadamente, me encontré repantingado en mi sofá, y cada vez que ella hacía una pausa en su relato, ya que comenzó a contarme su plan, a mí me daba por cantar. Unas cuantas veces ni siquiera esperaba a que hiciera dicha pausa: la mandaba callar y me ponía a cantar directamente. Mis grandes éxitos aquella tarde fueron “Son tus perjúmenes, mujer” y “Paquito chocolatero”.

Lo curioso es que, a pesar de tanto alcohol, tanta interrupción musical, y tantas proposiciones –decentes e indecentes, nos ha jodido, había que intentarlo- hacia ella, recuerdo todo lo que me contó. Yo acepté, después de haberle recordado varias veces que yo era fontanero, no ladrón ni nada parecido.

–Eso es lo mejor –me decía-, nadie sospechará de un simple fontanero.- Al marcharse, me dijo dos cosas más. Una, que podía llamar a un colaborador, sólo a uno. La otra cosa me la dijo, más bien me la susurró , al oído, pegando bien pegados sus labios a mi oreja, y sus pechos y cadera a mi cuerpo: “Y quién sabe, si todo esto sale bien, quizá alguna de tus proposiciones salga también bien… Goodbye, darling”. Y se fue. Qué cabrona, sabe cómo poner cachondo a un tío, y amarrarlo bien amarrado.

Yo intenté despedirme al igual que ella, pero mi nulo inglés y mi completa cogorza me lo impidieron, así que caí derrotado, pensando que el sofá estaba justo detrás de mí, pero no fue así, así que me derrumbé sobre el suelo, haciéndome un daño increíble en la espalda y el coxis.

Todo consistía en atracar la mayor tienda de ultramarinos de la ciudad. Al ser tan grande, tenía muchos, muchísimos clientes, de los cuales nunca se oía una queja. Allí tenían la mejor calidad, la mayor cantidad, lo más barato, la mejor atención, etcétera. No era un hipermercado, era “la mayor tienda de ultramarinos de la ciudad”, y punto. Claro, al ser tan grande, y con tantos clientes, se movía mucha, muchísima pasta. Sólo pensar en tanto dinero, me dieron escalofríos. Si salía bien, sería rico. Y, además, mi nuevo amor vendría a mí con los brazos abiertos, jurándome fidelidad absoluta, y amor, y sexo, sin fin.

Continuará... en breve

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Do you mind? (Prólogo)

- Tienes visita, cuatro-tres-siete –me avisaron a través de la rejilla de la puerta de mi celda. En ese momento me puse muy nervioso. ¿Visita? ¿Yo? Quién podría ser? Qué preguntas más tontas me hacía. Sólo podía ser una persona. Ella.

Empecé a organizar mi celda. La ordené. La limpié. Recogí algunos libros que se me permitía tener. Oculté las revistas pornográficas que también me permitían, bajo la cama. Pegué un repaso al polvo. Con la mano. Vaya, demasiado polvo: empecé a toser y el ataque de tos duró un par de minutos. No sabía qué más hacer. Me alisé la ropa. En vano, era una ropa dura de pelar. Ruido de llaves fuera. Ya venían. Ya venía.

- En marcha, cuatro-tres-siete –me dijeron tras abrir la puerta.
- ¿Cómo que "en marcha"? ¿Dónde vamos?
- A la sala de visitas, borrego. No pensarías que te iban a venir a visitar aquí, a la celda, ¿verdad? –me preguntó uno de los guardias.
- Vaya, pues eso parece –dijo el segundo guardia, mirando el interior de la celda. Comenzaron a reír, y sus carcajadas me parecieron odiosas-. Veamos… ¿a qué hora quiere que le despierten el señorito mañana? ¿Se molestará el señorito en comer con los demás… huéspedes? –el otro guardia reía cada vez más con las ocurrencias tan ingeniosas de su compañero- ¿o preferirá comer en sus aposentos, solo, solito?

Menudo par de zopencos, pensé, y entonces nos dispusimos a ir hacia la sala de visitas.

Continuará... en breve

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15 de mayo de 2010

Citas

Perder amigos es un proceso lento, donde dos íntimos caminan en direcciones separadas hasta distanciarse de manera irremediable.

Saber perder, de David Trueba

PD: Encontrar nuevos y buenos amigos es también un proceso lento pero que, afortunadamente, a veces acaba ocurriendo.

3 de abril de 2010

Venus Medusa

-Aquel tipo merecía morir. –Se dijo a sí mismo, para intentar lavar su conciencia y desde la cárcel, Joselontxo el Grande, jefe del clan de los Joselontxos, el clan mafioso más peligroso de la Ciudad.

Aquel tipo merecía morir. Y fue ejecutado. Todo el mundo sabía quiénes eran los responsables de aquella muerte. Sí, no había duda: fueron los Joselontxos. ¿Por qué fueron contra aquel hombre? Eso solo lo sabían Joselontxo el Grande y sus adeptos más cercanos, el Gangas, y el Martillo.

El Gangas, llamado así no porque ofreciera cosas a buen precio, sino porque tenía una voz lo suficientemente nasal como para que no se le entendiera muy bien lo que decía, y le dijeran gangoso. Pero ese resultaba ser un apodo largo, así que sus compañeros de clan acabaron por llamarle “Gangas”. Por otra parte, el Martillo era tan impulsivo que cuando se trataba de discutir algo, se irritaba más de la cuenta, y siempre acababa dando golpes muy fuertes con la mano a lo que tuviera más cercano: mesas, sillas, paredes, personas, etc. Cierta vez dio un manotazo en una pared, incrustando un clavo que había allí, del que nadie se había percatado. Sus manos están intactas. Después de ese suceso, él era “Martillo”.

Volviendo al tema del asesinato de aquel hombre, la policía suponía que todo empezó con una visita, totalmente inusual, del Gangas y el Martillo a Joselontxo en Grande, a la cárcel. En los nueve años, cinco meses y un día que Joselontxo el Grande llevaba encarcelado, nadie, absolutamente nadie, le fue a visitar.

-Hay un tipo que te levanta a tu mujer –le dijo el Gangas a su jefe.
-¿Qué dices? –Joselontxo el Grande miró a Martillo para que le repitiera lo que el Gangas había dicho, ya que no le había entendido.
-Que hay un tipo que se tira a tu mujer. –dijo el Martillo.

Joselontxo el Grande hizo una pausa no muy larga. Lo suficientemente larga como para que se le notaran las venas en la frente y en el cuello, además del enrojecimiento de los ojos.

-¿Quién es él? –preguntó el presunto cornudo.
-Creemos que eso es lo de menos, jefe. Pero lo que sí sabemos es…
-¿Cómo que es lo de menos? –interrumpió Joselontxo el Grande, cada vez más furioso, sin entender nada.
-Escucha, jefe –intentó tranquilizar el Martillo –Sabemos dónde vive y a qué se dedica. Le hemos seguido durante varios días.
-¿Sabíais desde hace días que alguien se estaba follando a mi niña, y no habeis venido antes a decírmelo? –Joselontxo en Grande se levantó de su silla y se inclinó hacia los otros. En estos momentos es cuando se debe empezar a tener miedo de Joselontxo el Grande.
-Jefe –dijo Martillo, tembloroso. –Necesitábamos asegurarnos… compréndelo…
-Eso, jefe –apoyó Gangas.- Compréndelo.

Tras unos momentos de gran tensión, Joselontxo el Grande pareció comprender. Se sentó, y empezó a reflexionar. A los pocos instantes, habló: -Matadle.

Gangas y Martillo asintieron. Sabían perfectamente que la decisión de su jefe sería esa. Justo antes de disponerse a marcharse, Gangas miró a Martillo y éste miró al jefe. Antes de que Martillo abriera la boca, Joselontxo el Grande se le adelantó: -A ella la obligais a que me haga una visita.

-Okey, jefe. –dijeron los secuaces, casi al unísono, y se marcharon.

Ejecutar la orden de Joselontxo el Grande no fue nada difícil, pues, como ya se sabe, Gangas y Martillo sabían cómo y en qué empleaba aquel tipo su tiempo.

Entraron en su casa y esperaron a que volviese del trabajo. Cuando el hombre abrió su puerta, lo primero que recibió fue un fuerte manotazo de Martillo, dejándolo inconsciente. Gangas se enojó un poco porque pensaba que su compañero le había golpeado tan fuerte que lo había matado, cuando él también quería participar en la ejecución. El enojo no duró mucho, porque el agredido empezó a revolverse en el suelo donde estaba, con lo cual Gangas sonrió nerviosamente, y con ayuda de Martillo, lo ató y amordazó en una silla.

Cuando el hombre abrió los ojos y vio a aquellos dos, enseguida lo comprendió todo. No tenía solución, y se resignó a morir.

La tortura, la parte de este tipo de trabajos que más gustaba al Gangas, duró poco.

-Este tipejo no da ningún juego, Gangas. No grita, no patalea. Parece que quiera morir.

El hombre no es que quisiera morir, simplemente, como ya se ha dicho, estaba resignado a ello. Sabía que había hecho lo que no debía. Sabía de sobra con quién estaba teniendo relaciones. Sabía de sobra que se había enamorado de quien no debía.

El Gangas aceptó de mala gana que su víctima fuera tan sosa, así que, en una fracción de segundo, empuñó su pistola y mató a aquel hombre.

Limpiaron un poco el piso, y se marcharon de allí.

Exactamente un mes después de la visita de Gangas y Martillo a Joselontxo el Grande, la policía se sorprendió aún más de lo que se sorprendió con la visita de aquellos dos: Joselontxo el Grande tenía una nueva visita. Una mujer. Una mujer extremadamente guapa. Morena, no muy alta, pelo rizado, boca grande y hermosa, vestido largo pero informal, y con una aguda voz que encandila a quien la oye. Una mujer.

Joselontxo el Grande la estaba esperando sentado ante la única mesa que había en la sala de visitas.

La puerta de la sala se abrió, dejando entrar una luz natural que hacía mucho tiempo que Joselontxo el Grande no veía. La silueta de la mujer se dibujó al fondo, mientras que en la cara de Joselontxo el grande lo que se dibujó fue una sonrisa.

Ella entró en la sala con paso firme pero con una expresión en la cara que delataba miedo.

Mientras ella avanzaba, Joselontxo el Grande se levantó, muy lentamente y sin dejar de mirar aquella silueta acercándose. Por fin, la puerta de acceso se cerró y la mujer llegó hasta la mesa. Joselontxo el Grande ofreció a la mujer, con un gesto de la mano, que se sentara. Ella así lo hizo y en ningún momento separó su mirada de la de él.

Pasaron varios segundos, que parecieron horas, antes de que ninguno de los dos comenzara a hablar. Él fue quien empezó.

-¿Por qué lo has hecho?
-No sentía nada por ti –Aquella voz, le trajo a él tantos recuerdos…-Necesitaba darme cuenta de que seguía siendo una mujer normal, y no la mujer de un mafioso encarcelado. No siento nada por ti –repitió-. Nunca lo sentí.
-¿Y por ese insignificante personaje sí lo sentías?
-Por supuesto que sí.

Se notaba que él estaba conteniendo su rabia.

-Llevo nueve años y medio metido en este agujero… ¿Ha habido muchos más? –preguntó, nervioso.
-Sí. –dijo ella mirándole fijamente a los ojos.
-¡Zorra! –Él acabó explotando, se levantó, y debido a la brusquedad volcó la silla. -¿No te das cuenta de que por ti he llegado a hacer cosas impensables, de que por ti sería capaz de hacer barbaridades aún mayores? ¿No te das cuenta? –lloraba de rabia. Ella no decía nada. En cambio, bajó la mirada y la cabeza. -¡Di algo, por Dios! –la desesperación se apoderaba cada vez más de él.
-Lo único que puedo decir es –ella seguía con la mirada baja –que no escogiste a la mujer adecuada. Yo valgo la pena. Tengo aspiraciones, quiero ver mundo, viajar, ser libre…
-¿Libre? –se extrañó Joselontxo.
-Sí, libre. ¿Has olvidado ya lo que es eso? –la ironía era clara. Entonces ella se levantó con mucha frialdad. –Me voy. Adiós, Joselontxo. –y se dirigió hacia la puerta.
-¿Qué? –él seguía extrañado -¿dónde vas? Me queda menos de un año aquí. ¡Te prometo que cuando salga tendrás todo lo que quieras!
-No, Joselontxo. Por el momento, me conformo con lo que tengo –dijo sin girarse en ningún momento.
-¡No te vayas! ¡No sé qué voy a hacer sin ti!

Ella sonrió irónicamente, llamó a la puerta y enseguida le abrieron, volviendo a verse aquella luz natural.

-¿Qué voy a hacer sin ti? –gritó él, y en cuanto la puerta se cerró y se fue la luz, él lloró como nunca lo había hecho. Nunca nadie le había arrebatado el alma. Le habían arrebatado muchas cosas, y quien lo hizo pagó por ello, pero ahora era diferente… El alma, ¡el alma!

Unos días después, Joselontxo el Grande reflexionaba en la oscuridad de su celda, sobre lo ocurrido últimamente. Nunca llegaría a recuperarse de este duro golpe. Su corazón le había jugado una mala pasada. ¿Corazón? No tenía corazón. Estaba hecho trizas, y en solo unos días, y se consideraba afortunado por ello, esas trizas se habían convertido en hierro. Entonces se acordó del pobre infeliz que mandó asesinar por culpa de su última mujer. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Sí, se dijo, aquel tipo merecía morir. Por enamorarse de aquella mujer. Por enamorarse.

FIN

29 de marzo de 2010

La naranja solitaria

Nadie sabía qué le pasaba a aquella naranja. Se encontaba muy sola y triste. Quizá era debido a su soledad. Quizá por su estado, cada vez con menos piel, que con el paso de los minutos adquiriría un tono que le haría perder toda personalidad.

Ya no se llamaría "naranja".

Se convertiría en algo inservible, inútil. Perdería incluso todas esas propiedades, esas vitaminas que en tan sólo tres minutos se pierden según todas las madres del mundo.

No, ya no se llamaría "naranja".

Todos aquellos sueños dejaron de existir. La emoción al saberse separada de su cesto original en el mercado se había convertido en algo muy lejano, demasiado.

Pobre naranja. Sin esperanzas. Sin piel. Sin vitaminas.

Nadie sabe qué fue de ella. Hay quien dice que aún se la ve allí, inmóvil, esperando que llegue el tan deseado momento por toda naranja de hacer ver que es la que más propiedades puede aportar al comerla. Pero no nos engañemos: una naranja triste, solitaria... puede haber sido capaz de cualquier cosa.

Así es. Desde aquel momento aquella naranja dejó de ser una naranja.

La naranja solitaria, la última vez que se la vio.
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12 de marzo de 2010

Obituario: Miguel Delibes

Hoy ha fallecido a los 89 años y en su casa el gran escritor vallisoletano Miguel Delibes, de quien algunas de sus novelas más recordadas son El camino (1950), Las ratas (1962), o Los santos inocentes (1982).

En 1982 recibió el Príncipe de Asturias de las Letras junto con Gonzalo Torrente Ballester y en 1993 el Cervantes. Habiendo dedicado más de cincuenta años a la escritura, es uno de los magníficos autores españoles que más veces ha sido adaptado al cine, si no me equivoco con nueve adaptaciones.

Como homenaje no puedo evitar colocar algún vídeo de Los santos inocentes, realizada por Mario Camus en 1984 y que en el Festival de Cannes obtuvo el premio al mejor actor, ex-aequo, para Alfredo Landa y Paco Rabal, que están tremendos.



Varias escenas juntas:



Y uno de los momentos más recordados del cine español, escalofriante y emotivo a la vez, con una frase antológica, Milana bonita...


5 de febrero de 2010

Un día más, sin más

Aquello iba a ser un día más, sin más. Con su noche, con su borrachera. Con su resaca al día siguiente. ¡Pero no! Cuál iba a ser mi sorpresa, que ese día sería mi día. Un nuevo caso llegaría a mí, como todos, como quien no quiere la cosa. Y la cosa era que en realidad aquel caso no era un caso cualquiera (caramba, como la vaca, hay que ver cuánto se puso de moda este bicho con aquello de que estaba loco. Un día de estos también me pondré a investigar ese caso… Tanto problema para los gobiernos de todo el continente, y en cuanto yo, Mr. Flujerkin, el Maestro de la Inspiración, el Cuatro Ojos, el Magnífico, el Superdotado –en todos los sentidos-, el… esto… bueno, me he ido un poco de madre. A lo que iba: en cuanto yo, Flujerkin, me ponga a investigar el caso, en un pis-pás, o como decía mi madre, cagando ostias, lo resuelvo).

Total, que aquel día, como todos los días, di de desayunar a mi chucho, Nick. Le conté un par de chistes, como siempre, para alegrarle el día y asimismo alegrármelo a mí mismo (caray, hoy estoy inspirado: qué bonito juego de palabras, “asimismo” y “amímismo”), y salí a la calle en busca de casos. No fui a mi despacho porque no lo tengo. Mucha gente dice que es penoso no tenerlo, que soy un pobre hombre, un desgraciado. Quizá tengan razón. Pero yo no tengo despacho ni lugar donde llevarme a las chatis en horas de trabajo porque me considero demasiado autónomo, autómata, autócrifo… en fin, lo que sea. Eso se lo dejo a los grandes: Philip Marlowe, Sam Spade, Nick Carter (aquel gran detective checoslovaco, es en su honor el nombre de mi chucho), el inglés aquel que tenía un médico como ayudante, este… ¿cómo se llamaba? Vaya, no lo recuerdo. Ah, perdón, no sé si ya lo he dicho, pero yo soy Flujerkin, detective privado.

Como iba diciendo, no fui a mi despacho, simplemente paseé y paseé por las calles de la ciudad, hasta que de repente, como si tal cosa, un hombre (¿o era mujer? ¿o era niño? ¿o era niña? ¿o era travesti? ¿o drag queen? ¿o qué? No me fijé, yo estaba estupefaciándome un poco, porque yo, como cualquier otra persona, tengo mis vicios) tropezó conmigo y me dijo una palabra que fue la clave para mi siguiente caso: “Barraca tú”.

¿Qué leches quería decir aquello? ¿No podía haberme entregado un mensaje, como hace todo el mundo? ¿No podía haber hablado con mi chucho? (nota: mi perro es tan listo que sabe hablar con la gente, y además pasa de hablar con los de su especie, dice que son demasiado lerdos). Empecé a darle vueltas a todo aquello. “Todo aquello” sólo era una expresión: “Barraca tú”.

Como en un pueblo cercano a la ciudad eran las fiestas patronales, decidí acercarme a observar las barracas (probablemente tuviera relación, era lógico), y de paso a ligarme a alguna o a varias chatis, y cómo no, a emborracharme, ya que si no, aunque soy atractivo de cojones y perdonen la sinceridad, no me atrevería a hablar con nadie.

Llegué a las barracas. Aunque era un pueblo pequeño, tenía de todo en lo que a barracas se refiere: Autos de choque y tiovivos. Me acerqué a los gerentes de cada uno de esos divertimentos, y después de repetirles varias veces lo que quería, que era saber si aquella expresión tan chunga tenía algún sentido lógico para ellos (nota: lo de repetirlo varias veces no era porque ellos fueran tontos o algo parecido, lo que pasa es que yo llevaba tal cogorza encima, que prácticamente no sabía ni lo que decía, entonces debía repetir las cosas, no para los demás, sino para mí mismo). Las respuestas fueron las siguientes:

1) “¿Ein? No sé, pero tiene pinta de insulto…”

2) “Quite, quite, que eso fijo que es de alguna secta satánica mala…” (y después de santiguarse me cerró la puerta en todas las napias)

3) “¿Eso no es el nuevo equipo de fútbol local?” (después de asegurarle que no, ya que estoy muy puesto en eso del balompié, me alejé a dormir la mona a cualquier parte del pueblo)

¿Sería realmente algo relacionado con el Maligno? Esto es lo que me preguntaba mientras me dirigía a ninguna parte. Si así era, íbamos listos, porque aunque yo sea muy listo, soy ateo, y aunque no tenga nada que ver, yo en estas cosas no me meto, así que como yo no estaba dispuesto a solucionar nada, íbamos a morir todo quisque por culpa de Satán.

En fin, mi mayor estado de inspiración es durante la ebriedad (qué bien hablo a veces, copón), pero no sé qué me pasaba esa noche que no podía pensar en nada, principalmente porque no había pillado cacho. Encontré un descampado alejado del bullicio febril y festivo del pueblo para poder dormir. Decidí pasar de aquel caso, ya que no tenía ni inspiración ni ganas. Ya aparecerá algún otro problema social (que es como me gusta llamar a los casos de los que yo me ocupo). Y cuando ya estaba adormilado, muy a gusto, allí con el ruido de los grillos y alguna oveja que otra, alguien tropieza conmigo, despertándome y cayendo al suelo. En cuanto logró levantarse, ayudado por una cachava con punta de acero, me dijo algo que me dejó helado: “Barraca tú”. Pero esta vez la expresión satánica sonó diferente. Y por si fuera poco, el hombrecillo, que además de ropa algo rural llevaba boina, como poseído, empezó a decir cosas aún más ininteligibles. Yo ya no estaba helado. Estaba a cien millones de años luz de estar helado. Era una completa estatua. ¡¡Lucifer llegaba!! ¡¡Nadie se iba a salvar!! Intenté levantarme, pero el acojone me lo impidió. De repente, el hombrecillo dejó de hablar como lo hacía y empezó a hablarme normalmente, en mi idioma. Le pregunté qué había sentido con Satanás intentando entrar en su cuerpo, y él me dijo que no dijera chorradas, que qué coño Satán ni nada. Entonces le pregunté, ya repuesto, por la expresión famosa, por “Barraca tú”. Y él me explicó que el tropezón había sido culpa suya y que por eso me había pedido perdón. “¿Cómo perdón?”, le pregunté yo totalmente alucinado, y él me repitió lo de antes. ¡Y la Inspiración me llegó! Un nuevo caso que Mr. Flujerkin ha resuelto.

La solución es la siguiente: Resulta que yo, a pesar de ser extremadamente inteligente, como todo lo que está diseñado a la perfección, no estoy tan perfectamente diseñado, es decir, que siempre puede uno encontrar fallos en esas cosas perfectamente diseñadas, como es mi caso, y mi defecto es que soy un despistado. Y claro, soy tan despistado, que no me di ni cuenta de que estaba en tierras vascas, donde se habla euskera. Soy tan despistado y olvidadizo que no me acordaba ni de que al salir de casa me despedí de mi chucho Nick con un simple “gero arte”. De manera que la expresión que yo pensaba que era satánica (puf, madre mía… ¿cómo habré podido yo pensar una cosa asín?) no era sino la forma de pedir perdón en euskera: “BARKATU” y no “BARRACA TÚ”.

FIN

Epílogo: Cuando llegué a mi casa, y le conté lo sucedido a Nick, él me contó que lo suponía desde el principio. Que él lo habría resuelto sin necesidad de hacer la visita al pueblo aquel. Por eso no le dejo salir nunca de casa. Que no se entere nadie, pero lo confieso: me da cien millones de vueltas el jodío bicho. Si es que mi perro siempre ha sido un aguililla.

FIN DE VERDAD

30 de diciembre de 2009

Solos en la escalera

- Sí, la recuerdo bien. Era una buena vecina, o al menos eso parecía. A mí, al menos, siempre me sonreía y eso me animaba mucho. Sí, me animaba mucho, sobre todo aquellos días en los que a uno todo le sale mal (o quiere pensar que todo le está saliendo mal), y llega sin ganas de nada a casa, a la sucia soledad de la sucia casa del sucio y pesado trabajo.

Nos solíamos encontrar en la escalera, yo llegando y ella saliendo. Entonces yo la miraba, durante una mínima fracción de segundo, y estoy seguro, completamente seguro, de que en tan poco tiempo ella también me miraba y de que también podía estar llegando a sentir algo, algo, sólo algo de todo lo que sentía yo por ella. Me hubiera gustado juntar todos esos pequeños ratitos junto a ella para poder hacer una eternidad de ellos.

…para poder hacer una eternidad de ellos.


Me mudé a esta zona simplemente porque me cansé de ser el saco de las ostias. Todos los marrones me caían a mí. Llegué a un punto en el que, evidentemente, no pude aguantar más. Decidí largarme, pero como siempre he sido muy torpe y siempre he tenido muy mala suerte (estoy convencido de que eso es algo que nunca cambiará), el único piso que pude alquilar era uno que no quedaba muy lejos del anterior, tan solo a unos pocos cientos de metros.

Siempre caigo en los mismos errores. Parece que siga al pie de la letra aquella canción de Chavela.

De todas formas, todo eso forma parte, o puede formarla, de otra historia.


Hay un día que recuerdo con especial dolor. Fue aquel en el que estando yo en mi casa, oí abrirse su puerta. Rápidamente salté de mi incómodo sillón en dirección a la puerta. Sí, le tenía que decir algo, tenía que hablar con ella, lo necesitaba. Hablar con ella, de cualquier cosa, de lo más banal, pero hablar con ella. Llegando ya a la puerta, y a punto de abrirla, un pequeño diálogo me paró los pies y me congeló. Decidí observar a través de la mirilla. Lo que vi me partió el alma: en el rellano, ella y un hombre. Un beso. Ella le sonríe y le dice “hasta pronto”. Un beso. Él se va, y ella entra en su piso.

“Hasta pronto”.
“Hasta pronto”.
“Hasta pronto”.

No sé cuánto tiempo permanecí allí, de pie, frente a la puerta. Lo que sí sé es que lloré mucho, con unas lágrimas tan sordas que el único lugar donde se oían era en el fondo de cada uno de los restos de mi corazón hecho añicos.

Al reaccionar, analicé la imagen del hombre con quien la había visto. Era moreno, joven, pero no demasiado, sin ser tampoco mayor. Era corpulento y vestía informal, nada de elegancias por ningún lado: camiseta blanca cuyo dibujo no pude llegar a distinguir, vaqueros (algo apretados, el tío marcaba paquete), y unas zapatillas deportivas que a simple vista parecían muy cómodas. Por último, en la mano izquierda llevaba un libro. Lástima que no pudiera ver qué libro era, porque así podría haber averiguado más acerca suyo y puede que hasta de su personalidad.

Da lo mismo. Cada vez que por la calle me cruzo con alguien que me pueda recordar a ese hombre, automáticamente empiezo a sentir un odio profundo e irracional hacia él.

Desde aquel día, comencé a distanciarme de mi enigmática vecina (¿alguna vez habíamos estado cerca?). Ya no me apetecía siquiera mirarla al cruzarnos, y, ya en mi casa, cuando pensaba en ella, no salía de mi boca otra palabra que no fuera “puta”.


Dicen que el tiempo todo lo cura, y así es, porque según pasaban los días, yo me iba recuperando, diciéndome a mí mismo que yo no era así, y que debía comportarme tal como siempre lo había hecho. Poco a poco lo fui logrando. Supongo que también ayuda el que no volviera a ver (o que no quisiera ver) una situación como la contada con aquel hombre y ella.

Todo volvía a ser como antes: Nos cruzábamos en la escalera y nos mirábamos. Nada más. Ni una palabra. Eso sí, mis ganas de decirle todo lo que la amaba aumentaban y aumentaban. Esta vez no podía echarme atrás, se lo iba a decir todo. Empecé a pensar, muy nerviosamente, en las palabras que usaría. Pasaron varias horas y no encontraba las adecuadas. Así que decidí escribirlo. Al poco, tenía entre mis manos un papel con unas pocas palabras, pero que dejaban todo bastante claro.

Estaba decidido: se lo deslizaría bajo la puerta y ella, que seguro que es una mujer muy lista, sabría que he sido yo quien ha escrito la nota, vendría a hablar conmigo, y acabaría rendida a mis brazos.

Vaya, demasiadas fantasías.
De momento, decidí deslizar la nota.

Dejando la puerta de mi casa abierta, me acerqué a la suya, y justo cuando me estaba agachando (repito que lo de mi mala suerte nunca cambiará), mi teléfono móvil comenzó a sonar. Entre los nervios de mi propia situación y el susto que me dio el teléfono, entré corriendo a mi casa, cerrando la puerta, con la nota aún en mis manos. Era una llamada del trabajo. Urgente, muy urgente. Debía ir a la empresa para un asunto absolutamente inaplazable.

¿Qué hacer con la nota? Podía dejársela según salía de casa. O bien esperar a dejársela al volver de la urgencia. No sé porqué, no tenía razones, pero opté por lo segundo.

Evidentemente, el asunto tan urgente no era tan urgente, ni tan inaplazable, ni nada complicado del otro mundo. Era, simplemente, y lo digo una vez más, que tengo muy mala suerte para todo.

“Déjate de tonterías y espabila de una maldita vez. Ve por ella”, me dije a mí mismo, estando aún a las puertas de la empresa. Así lo hice: busqué algún medio de transporte pero no lo encontré, así que, no pudiendo aguantarme, empecé a correr en dirección a mi casa, o mejor dicho, en dirección a su casa, pues era a su puerta a la que llamaría y es a ella a quien le diría lo que le tenía que decir. Con las palabras que fueran. Con gestos, si era preciso.

Empecé, pues, a correr, tal y como hace Woody Allen al final de “Manhattan”, corriendo a buscar a la bella Mariel Hemingway para decirle, también, que la quiere.


En “Manhattan”, Woody Allen, tras haber recorrido gran parte de la ciudad corriendo, llega justo antes de que Mariel Hemingway se marche a Londres a estudiar. Ella, después de decirle que le dolió mucho lo que él le hizo, le pide que la espere los seis meses que va a estar fuera.

MARIEL: “Hemos esperado hasta ahora. ¿Qué son seis meses si nos seguimos queriendo?”

Allen, tras pedirle menos madurez a la chica, acaba resignándose y la deja marchar.


Cuando yo llegué, totalmente exhausto, al edificio donde vivo. Lo primero que vi fue un gran tumulto de gente. Luego distinguí algunas sirenas, tanto de policía como de ambulancia. El acceso estaba cortado, no podía avanzar más. Extrañado, empecé a prestar atención a las conversaciones de los curiosos y curiosas que allí se congregaban.

“Suicidio”, decían por un lado.
“Qué horror”, decían por otro.
“Este barrio siempre ha sido muy tranquilo”, se oía también.

Y justo en el mismo instante en que oí lo de “la chica del cuarto piso”, salía una camilla con un cadáver encima, oculto bajo una sábana blanca. El vuelco que me dio el corazón es indescriptible. Me identifiqué como su vecino y quise saber detalles sobre lo que había ocurrido, del porqué. Pero aún era pronto para que nadie supiera nada, y además enseguida fueron otras las personas las que me empezaron a hacer preguntas a mí. Respondí lo que pude como pude, pregunté si podía subir a mi casa, me dijeron que sí, y una vez allí me tumbé en la cama y no me moví de allí en no sé ni cuanto tiempo.


Me he mudado otra vez y ahora lo que procuro, solamente, es sentir curiosidad. Curiosidad por saber cuándo volveré a cometer el mismo error.


Al fin y al cabo, “Manhattan” no es más que una película.


5 de diciembre de 2009

Citas

1) En el siglo XX el hombre fue capaz de inventar grandes cosas, como por ejemplo medios de transporte rapidísimos para poder viajar de un país a otro... Pero también las fronteras o aduanas, otro invento que precisamente lo que hace es impedir que las personas puedan viajar libremente entre países.

2) Hay que conocer el pasado para saber que no se parece al presente.

Citas pronunciadas por Antonio Muñoz Molina, comentando y charlando sobre la publicación de su última novela: La noche de los tiempos (editorial Seix Barral).

La primera de las citas es con respecto a las paradojas o incongruencias que el hombre puede producir, realizar. Entre las cuales se pueden incluir las guerras, donde sólo hay destrucción, para que tiempo después lo destruido sea de nuevo construido; la segunda de las citas fue en respuesta a una pregunta acerca de si es conveniente aquello de "remover" el pasado, eso de que quizá sea mejor no recordar ciertas cosas o directamente nada y mirar sólo hacia adelante (la novela versa sobre la memoria histórica, está ambientada en 1936 y describe la situación de los españoles en aquella época).

16 de noviembre de 2009

El vagón de tren

Aquella mañana decidí no pasar por casa. Para qué, si nadie me esperaba allí. Todo estaría igual que lo dejé ayer. Los platos de la comida, y de la cena. La cama, deshecha, ya que nunca me molesto en hacerla. Unos cuantos libros encima de mi escritorio. Me gusta mucho leer, y a ello dedico gran parte de mi tiempo. Me da igual la temática de lo que lea, el caso es leer: Fantasía, ensayos, novela, relato, poesía, manuales de todo tipo, etc. También suelo escribir, únicamente por pasar el rato, ya que casi todo lo que escribo acaba en la basura. Solamente guardo un par de historias cortas, y algunos apuntes sobre cosas curiosas que me han pasado.

Una de esas cosas que tengo apuntadas, es una fecha: el día en que conocí a Ma, la prostituta. No es que haya estado con muchas, pero sé de sobra que Ma es “la” prostituta. De su casa salí aquella mañana. Aquella mañana en la que decidí irme a pasear, y no volver a la soledad que supone mi casa.

Con Ma, todo era diferente a lo que había en mi casa. Su casa era alegría, uno entraba allí y todo problema que pudiera tener, se esfumaba. Vivos colores, vivos olores. Sensualidad por todos lados. Finalmente, uno posaba sus ojos en Ma.

La cara de Ma era perfecta, esplendorosamente hermosa, daba la impresión de ser una de las vírgenes que en la Antigüedad los grandes escultores cincelaron. Sus pechos son pequeños, muy bellos. Me gusta mucho observar su forma bajo su blusa, justo antes de que ella los descubra. Tiene el pelo ligeramente ondulado, pero sólo ligeramente. Alguna vez se lo alisa, pero es más guapa teniéndolo ondulado. Sus ojos, marrones, como los míos. Sus caderas no son nada anchas, cosa que a ella no le gusta, pero, a su pesar, yo pienso que aportan a su cuerpo mucha, mucha sensualidad.

Pues bien, ya por la mañana, Ma no quiso aceptar el dinero que yo le daba. Yo insistía e insistía. De eso trataba el servicio que ofrecía. Pues no hubo manera, así que finalmente me cansé, cogí mi abrigo y mi paraguas, y me dispuse a salir.

Estando ya en la puerta, Ma apareció corriendo, vistiendo solamente un camisón, su camisón, y, no contenta con rechazar mi dinero, me ofreció un amuleto. Un pequeño zafiro en el que se había tallado un ángel con las alas extendidas. Una preciosidad. Como ella. Le pregunté, medio en broma, a ver si el ángel era ella. Y ella me respondió mientras sonreía: “¿Acaso los ángeles tienen sexo?”. Lo extraño es que, a pesar de su sonrisa, noté cierta preocupación en su voz. Pero ese pensamiento se desvaneció, machacado por otro, más divertido: el que me dejaba claro que ella, ángel como tal, no podía ser, ya que Ma sexo tiene, y mucho. Esta vez sonreí yo, besé sus labios, y definitivamente, salí. Ella tuvo tiempo de decirme un “cuídate”. Otra vez noté preocupación.

Como dije, me dio por ir a pasear. Pero no quería pasear por el pueblo, no. Iría a la ciudad. Y para llegar a la ciudad, debía coger el tren.

Aceleré el paso hasta el punto de ponerme a correr, ya que me había dado cuenta de que si no me apresuraba, perdería el tren. Iba muy justo de tiempo, y no quería quedarme esperando al siguiente.

Cogí el billete a todo correr y atravesé la estación en un abrir y cerrar de ojos para plantarme en el andén donde mi tren estaba, dando ya la señal de salida. De un salto llegué a la puerta del vagón más cercano, y entré.

Perfecto: no había nadie en el vagón, con lo cual me sentiría mucho más cómodo. La verdad es que me suele dar igual que haya gente o no, pero en aquel momento la sensación fue estupenda. No sé, como de tranquilidad.

El tren hace la primera parada. Si no recuerdo mal, el trayecto completo de este tren comprende diez paradas. El tramo más largo entre dos paradas es el que está entre la quinta y la sexta parada, siendo ésta última la mía. Hasta ella, hay aproximadamente cuarenta minutos, durando el trayecto entero cerca de una hora.

Pues bien, como decía, el tren llegó a su primera parada. Qué curioso, nadie monta en mi vagón. Mejor, así mi comodidad se prolongará un poquito más. La explicación de que nadie monte es clara: en esa estación suele montar poca gente. Poca gente usa el tren en esa zona, ya que está mejor comunicada con otros medios de transporte. Siendo así, no entiendo porqué la compañía de ferrocarriles no suprime esa estación, reduciendo así el tiempo de viaje. Además, en cierta ocasión escuché que esa estación suponía pérdidas para la compañía. No me extraña, ¡si casi nadie la usa!

En fin. Pensando en esas cosas, llegó la segunda estación. Aquí seguro que monta alguien… ¡Nada, tampoco! Pero aquí sí que había bastante gente… Me hace gracia, porque la gente que, aparentemente, iba a montar en este vagón ya que la puerta caía cerca, se iba rápidamente a otros vagones.

Parece que la gente sepa que lo que quiero hoy es estar solo…

El tren reanuda la marcha.

Vaya… Me acabo de dar cuenta de que la gente me miraba de forma extraña, hasta el punto de que algunas personas, al posar sus ojos en mí, palidecían. ¡Era después de haberme visto cuando decidían irse a otro vagón! Algunos miraban también el resto de asientos. No sé si buscaban algo o alguien, pero la palidez no se les iba. ¿Tan mala cara tenía yo? Bromeé conmigo mismo: “Siempre has sido muy feo”, entonces me reía y dejaba de pensar en ese asunto.

El vagón no tenía nada fuera de lo normal. Dos bloques de asientos, uno que recorría la parte izquierda, y el otro, la derecha. Cada bloque estaba compuesto por pequeños compartimentos en los que cabían, como máximo, seis personas, una por asiento. El pasillo era bien estrecho, pero se podía caminar normalmente por él. No tenía ningún tipo de decoración, solamente un color, un cierto tono caoba (como el cabello de Ma), más oscuro en el suelo que en el techo y los laterales. Por último, los ventanales eran típicos en un tren: amplios, y que sólo podían abrirse ligeramente, por la parte de arriba.

Examinando el vagón, el tren llega a la tercera parada. No sé si en esa estación había mucha gente o poca, ya que toda mi atención recayó en la única persona que subió a mi vagón. Un hombre vestido de negro, que al verle casi me da la risa (pude contenerme), porque su ropa era algo estrafalaria, al igual que su aspecto. Llevaba chistera, elemento totalmente pasado de moda, y un gabán largo que le llegaba hasta los tobillos, también pasado de moda. Tenía un bastón extraño, parecían varias serpientes entrelazadas, y el mango era una cabeza de dragón plateada. La verdad es que quien hizo aquel bastón, realizó un trabajo excelente.

El extraño hombre vino a sentarse a mi lado, pero en el bloque de asientos de la izquierda, ya que yo estaba en el de la derecha. EL vagón vacío, y se sienta a mi altura. Qué casualidad. Aunque eso no era lo peor. Lo peor era que no paraba de mirarme. Y aún había más: el hombre sonreía. Yo me sentía muy incómodo, notando su mirada en mí, y me hubiera cambiado de sitio, pero qué demonios, ya había hecho la mitad del camino, ya faltaba poco para apearme.

Su cara era terrible: sus ojos, saltones y negros, muy negros. Esa mirada estaba apoyada por unas gafas de lente redonda, negras también; tenía un bigote largo y oscuro, pero muy bien cuidado (estoy convencido de que el bigote era la única parte de su cuerpo que cuidaba); y lo peor era su boca. Era una boca grande, que, como ya he dicho, me sonreía, y me dejaba entrever sus horribles dientes amarillentos, los cuales tenían un buen hueco entre las dos paletas superiores. Era asqueroso.

Dejé de mirarle y decidí mirar por la ventana. Reconocí el paisaje: estábamos llegando a una nueva parada. Pero el tren no reducía la velocidad. Llegamos a la estación, y el tren no paró. ¿Qué pasaba? Había gente esperando al tren. Aunque, ahora que lo pienso, aquella gente estaba como paralizada…

De repente el tren comenzó a aumentar su velocidad.

La quinta parada también fue pasada de largo, y en lo que la velocidad me permitió fijarme en las personas de la parada, tuve la misma impresión: paralizados.

Empecé a asustarme. Mi extraño acompañante seguía sonriendo, pero esta vez emitía un pequeño sonido, una especie de risa contenida. El tren seguía acelerando, y yo decidí cambiar de vagón, o ir a hablar con el maquinista, a ver qué diablos estaba ocurriendo. Cuando fui a abrir las puertas para poder cambiar de vagón, no lo logré. Estaban muy bien amarradas. Lo intenté y lo intenté, con todas mis fuerzas, y nada. Además, al otro lado no se veía nada, ¡no se veían los demás vagones!

La velocidad del tren ya era desmesurada.

Miré al hombre de mi vagón y, ahora sí, reía a carcajada limpia, con una risa ensordecedora. Yo, instintivamente, rebusqué en mi bolsillo el zafiro que Ma me había regalado, lo sujeté con todas mis fuerzas y me lo llevé al corazón. En ese momento el diabólico ser se levantó. Parecía como si a él no le afectara la gran velocidad del tren, mientras que yo tenía serias dificultades para mantenerme en pie. Aún riéndose (¡era una risa completamente del más allá!), y con mucha calma, levantó su mano izquierda, extendió su dedo índice, y señaló el amuleto y por tanto, mi corazón. Sentí que el zafiro me quemaba y me quemaba, hasta que no pude más y tuve que abrir mi mano, para dejarlo caer. Al chocar contra el suelo, se hizo pedazos. Millones de minúsculos pedacitos se esparcieron por todo el vagón. Yo grité, en parte por el dolor de la quemadura, en parte porque me dolió que el objeto que Ma me dio había sido destruido, y en parte también porque era consciente de que mi muerte se acercaba, al igual que se acercaba el hombre, aquel extraño diablo, hacia mí. Yo, definitivamente, había perdido el equilibrio y estaba ante él, de rodillas.¿Es que nunca se le iban a acabar las ganas de reír? ¡Calla! Le grité con todas mis fuerzas, pero ni siquiera yo me oía. Mi llanto no lo oía tampoco, y no sería oído nunca por nadie más, porque en ese preciso instante aquel hombre de negro, ojos saltones y boca grande, me tocó en el hombro, con su mano izquierda, la misma que había usado para destrozar el ángel de zafiro, y el tren descarriló, cayendo por un precipicio a toda velocidad, acabando así con mi vida. Comenzando con mi Muerte.

FIN

7 de septiembre de 2009

Citas

Freud desbloquea a Mahler para que pueda componer otra vez y, gracias a ello, Mahler vence su arraigado miedo a la muerte.

- ¿Y cómo vence Mahler su miedo a la muerte? -pregunté.
- Muriendo. He llegado a esa conclusión: no hay otra manera.

Pura anarquía
(Relato Cantad, Sacher Tortes).
Woody Allen.
Editorial Tusquets.

16 de agosto de 2009

La única razón

-Lo único que yo quería era que mi novio le diera una buena lección a aquel chico. Quería ver cómo se comportaría en el caso de que alguien intentara acercarse a mí. Efectivamente, aquel chico… ¿cómo se llamaba? Ah, sí, Pere… Pere ni se acercó a mí, ni se me insinuó. Ni siquiera me miró. Pero yo a él sí le miré. Tuvo esa desgracia.

Conocí a Fernan… ¿cómo? Ah, sí… Fernan es mi novio. Conocí a Fernan hacía pocos años, estando aún en la universidad. Él siempre venía a nuestra clase de Historia de la Filosofía a escuchar al profesor Mínguez… Oiga, ¿es necesario que le cuente todo esto? Está bien, está bien. Venía a la clase del profesor Mínguez, y eso que él no era de nuestra facultad, pero siempre dijo que le fascinaban esos temas, y que no podía resistirse a perdérselos. A mí me gustaba bastante, con lo cual un día, por los pasillos, me acerqué a él, comenzamos a hablar, y ya se sabe, por lo visto él también se había fijado en mí, por tanto, empezamos a salir juntos. Y desde entonces seguimos juntos.

¡Joder, pues claro! ¡Claro que teníamos discusiones! ¡Continuamente! ¿Cómo que de qué tipo? ¿Qué tipo de discusiones puede usted tener con su mujer? ¿Qué? Ah… lo siento, de veras… No, no tenía ni idea, como usted comprenderá… le acompaño en el sentimiento… ( ) Pues… pues nuestras discusiones eran casi todas por celos. No, él no los tenía, Fernan es el chico más buenazo que hay sobre el planeta. Era yo la celosa. Reconozco que lo soy, y bastante. Evidentemente había más motivos de discusión, pero casi, casi todas las veces, era por celos.

No, gracias, no quiero café. No me gusta el café.

No, yo no tengo trabajo. ¿Acaso usted cree que habiendo estudiado Filosofía puedo tener trabajo? No al menos uno que me guste, claro está. ¿Fernan? Él trabaja en un taller. No sé, haciendo tornillos y tuercas, o algo parecido. Como ve, aunque él también tenga una carrera universitaria, no ha llegado muy lejos que se diga…

¿Me da uno de esos cigarrillos? Gracias.

Lo de la otra noche… Era el cumpleaños de un amigo de Fernan, y habíamos estado primero cenando en casa de Rober, que era el del cumpleaños, donde bebimos… donde bebieron bastante. Yo no bebo. Después, nos fuimos de poteo, por los sitios habituales. Evidentemente para cuando cerraron esos sitios ya iban más borrachos. No, Fernan no. Fernan siempre coge ese punto de borrachín, pero sin llegar a estarlo del todo. Además es muy gracioso cuando está así. Sus borracheras son muy simpáticas. Pues nos cerraron todos los sitios y tuvimos que ir a alguna de esas discotecas que siguen abiertas algunas horas más. Sí, ahí fue donde ocurrió todo. No sé qué me pasó, pero… El pobre Pere tuvo la desgracia de que yo me fijase en él, cuando él ni me había mirado, ni se me había insinuado, ni siquiera me había rozado.
Veríamos entonces cómo se comportaría mi novio si…

Le llamo: Fernan.
Le cuento: Aquel chico.
Le cambia la cara.
La he cagado, pienso.
Chocan.
Forcejean.
Fernan saca aquella especie de navaja.
Se la clava.
Todo se acaba.
Aquí estoy.
Aquí estamos.
¿Cuál es la razón?
La única razón es… No lo sé.

FIN

8 de julio de 2009

Los tiempos de la Luna: Cuarto tiempo

CUARTO TIEMPO: LUNA NUEVA
Se puso muy nervioso cuando, habiendo ya anochecido, le dio por mirar al cielo, y no vio la Luna. ¡Tenía que estar! Era una noche de verano, totalmente despejada, y las estrellas brillaban por doquier. Sí, no había duda, los millones y millones de estrellas existentes seguían allí. No faltaba ni una. En cambio la Luna… ¿dónde estaba? Lo más hermoso del firmamento, ¡y no estaba! Tardó poco tiempo en sacar una conclusión en claro: alguien había robado la Luna. Y había que recuperarla.

Entonces empezó a tramar un plan. Un plan de emergencia, al que llamaría Amanecer Luna. Llamó a tres amigos y les contó lo que había pensado: Había que ir al gobierno, y pedirles que formaran un gabinete de crisis. Había que movilizar a la élite del país, y también a los ciudadanos. Tenían que traer de vuelta, cuanto antes, a la Luna.

De los tres amigos, sólo uno se mostró escéptico con el asunto, y no quiso participar en la operación. Los demás, tras varios intentos para convencerle, no lo lograron, de manera que decidieron no contar con él.

Pronto se dieron cuenta, gracias a un comentario del "camarada escéptico", como pasaron a llamar a su amigo que no participaba, de que era muy tarde para ir al gobierno, que ya estaría cerrado, y como Amanecer Luna requería rapidez, no podían esperar a que lo abrieran. Así que decidieron actuar solos, muy a su pesar.

Se organizaron de esta manera: Uno realizaría, lo más rápido que pudiese, unos panfletos informativos para la ciudadanía; otro, iría al monte a vigilar, permanentemente, los cielos, para ver si divisaba algún tipo de pista; el tercero, se dedicaría a reunir toda la documentación posible sobre la Luna, y así saber si la tenían escondida en algún lugar secreto, o si la Luna tenía costumbre de irse a algún sitio a menudo, por su propio pie, y si así era, ir a buscarle y decirle, inmediata pero amablemente, que volviera a su lugar natural, y a alegrar la vista al mundo por las noches. El "camarada escéptico" murmuró algo de que se trataba de esto último, de que la Luna se había ido sola, pero no le hicieron caso, porque los otros tres ya se habían ido, dejándole solo al chaval.

Habían acordado verse al día siguiente, a la misma hora, y en el mismo sitio, para comunicarse las novedades.

El camarada escéptico se fue a su casa, rascándose la cabeza. Allí durmió todo el día como un ceporro, hasta que se aproximó la hora concretada. Por tanto, se levantó de la cama, y se dirigió al punto de encuentro.

Cuando llegó, sus tres amigos ya estaban allí, desde hacía un buen rato. Los tres miraban al cielo con una sonrisa bastante boba en la cara. No estaba la Luna entera, pero al menos había un trocito.. ¡La Luna estaba de vuelta! El camarada escéptico quiso explicarles que era totalmente normal, que el hecho de que desapareciera la Luna, ocurría una vez cada mes, lo mismo que la Luna llena, que era una fase de la Luna. Los otros no le hicieron ni caso, se limitaron a decir que todo el despliegue de urgencia que habían realizado, había acojonado a los secuestradores, y que éstos se habían dado cuenta de que lidiaban con gente de armas tomar. Con gente muy lista. El camarada escéptico lanzó un suspiro de resignación, y se quedó, al igual que sus tres amigos, admirando la gran belleza de la Luna. O lo poco que había de ella, claro.

22 de junio de 2009

Los tiempos de la Luna: Tercer tiempo

TERCER TIEMPO: LUNA CRECIENTE

-Toda la puta vida igual. ¿Quién cojones se creen que son? Esto tiene que acabar. Tiene que acabar de una puta vez. Son todos unos hijos de la gran puta. ¡Hijos de la gran puta!

Eran altas horas de la madrugada cuando aquel hombre gritaba todo tipo de improperios mientras cruzaba el puente que atravesaba el río de su ciudad. Quería llegar a su casa, pero la borrachera que llevaba encima se lo impedía. Se paraba cada pocos metros, para seguir gritando, y, de vez en cuando, mirar puente abajo, clavando la mirada en las aguas del río. Poco antes se había gastado todo el dinero que llevaba encima, que no era mucho, en una combinación de licores espectacular, en una taberna cercana.

-Una botella de tu mejor vodka –dijo, nada más entrar en la taberna, el hombre. Se sentó junto a la barra.
-Aquí todos los vodkas son iguales –respondió la camarera, una mujer entrada en años, pero que aún mantenía un toque especial de juventud, rubia, y de estatura mediana.
-Me cago en mis cojones, dame una puta botella de vodka de una puta vez –y levantó, no sin esfuerzo, la cabeza, mirando a la camarera. Fue en este momento cuando la mujer vio los ojos del hombre, y descubrió desesperación. Desesperación que no le importaba de dónde venía, así que fue a por la botella.

Justo un instante antes de darle la botella a aquel hombre, le dijo que le iba a costar cara.

-¿Qué te crees, zorra? –Respondió- ¿Que no voy a poder pagar una puta botella de vodka? –y le quitó de las manos la botella.

A la botella de vodka le siguió una de whisky, una de tequila, y luego, otra de vodka. "Hay que ver qué aguante tiene este tipo", pensó la camarera.

Llegó la hora de cerrar y la mujer tuvo que levantar al hombre para sacarlo fuera del local. Le costó mucho lograrlo. En cuanto le dio un poco de aire fresco (y tan fresco, era una noche de heladas), el hombre reaccionó, miró a la mujer y murmuró algo que la mujer entendió perfectamente: "Sois todas unas zorras de mierda". "Que te den", dijo la mujer, y dejó tirado al hombre en un portal cercano. Se volvió para cerrar completamente el local, y se fue a su casa.

Aproximadamente dos horas después el hombre se despertó (ya que se había quedado dormido en el portal) y se puso a andar camino del puente, donde le hemos encontrado al principio de esta historia.

Finalmente, llegó a su casa. O, mejor dicho, a su portal. Allí estaba el portero, que tenía órdenes expresas del ayuntamiento de no dejar pasar a aquel hombre. El piso ya no le pertenecía.

Al portero no le hizo gracia verle aparecer, y menos en el estado en que iba. "Déjame entrar", le pidió el hombre. "Lo siento, yo...", respondió el portero.

-¡Déjame entrar, cojones! ¡Hijo de puta maricón!
-Señor, el ayuntamiento me ha prohibido...
-Cierra tu puta boca por una puta vez, cabrón, y déjame entrar.
-Usted sabe que no puedo.
-¿Qué no puedes, maricón? Te voy a decir yo si puedes, o no puedes –cogió al portero y le arreó un puñetazo en la mandíbula izquierda, que, para estar aquel hombre tan borracho como estaba, parecía mentira que pudiera pegar tan fuerte. El portero cayó al suelo pegando un alarido horrible.

El hombre, tambaleándose, se quedó patidifuso, observando al portero. Unos segundos más tarde, comenzó a llorar, y subió a su piso.

-¡Recoja sus cosas y váyase! –Gritó el portero, aún en el suelo- ¡Eso es lo que tiene que hacer!

El hombre farfulló algo ininteligible, y, a duras penas, llegó a su piso. Abrió la puerta (tras varios intentos de encajar la llave en la cerradura), donde estaba pegado un papel del ayuntamiento, que indicaba lo que ya se sabe, que tenía que desalojar el piso. Entró, y cerró, intentando hacer el menor ruido posible.

Pocas horas después, al portero se le acabó la paciencia. Se armó de valor, y se dirigió al piso del hombre para informarle de que, o se iba, o llamaba a la policía. Llamó a la puerta muchas veces, todas sin ningún tipo de contestación. “Un último intento antes de llamar a la policía”, se dijo el portero, y sacó la llave maestra del edificio, para entrar en el piso.

Accedió al piso. No oía nada. Todo parecía estar en paz. La sala. La cocina. El baño. Nada. Hasta que llegó al dormitorio. Allí se encontró con la imagen más desagradable que vería nunca: el hombre, ahorcado. Se había suicidado. Con un cinturón, que pasaba a través de la viga que cruzaba el dormitorio. El portero lanzó un grito sordo, y no tardó en reaccionar, llamando a la policía. Para hablar de un asunto bastante diferente al que tenía pensado comentarles.

Poco tiempo después se supo que a aquel hombre, además de echarle de casa, su novia, tras varios años juntos, le había dejado. Y que también le habían echado del trabajo, sin explicaciones, y sin indemnización alguna.

Nadie sabe si esas razones, aunque graves, son razones para quitarse la vida. Se estuvo debatiendo sobre ello durante algún tiempo, no mucho, entre los vecinos. El piso no tardó en ser ocupado, y, poco a poco, se volvió a la normalidad. Todo seguía igual, salvo el portero, que dejó su puesto. Fue sustituido rápidamente. Todo seguía igual. Esta vez pasó en aquella calle, normalmente tranquila, en fase de Luna creciente, y otra vez, pasará en otro lugar del mundo. O en varios. Todo seguía, todo sigue, igual.

1 de junio de 2009

Los tiempos de la Luna: Segundo tiempo

SEGUNDO TIEMPO: LUNA MENGUANTE

Querida Luna:

Quiero que sepas que me gustaría que fuese la última vez que te veo hablando con otro chico. Bueno, hablar sí puedes, pero lo que no consiento es que te lo pases tan bien con otro que no sea yo. Que sepas que sé cómo te ríes cuando aquel chico que dices que es amigo tuyo desde hace mucho tiempo, abre la boca. Sé cómo tonteas con él. Escúchame: si te vuelvo a ver con él, yo… yo… ¡Bah! ¿Qué puedo hacer yo? ¡Si muchacho más pacífico y tranquilo que yo no hay! Lo que pasa es que estoy muy enamorado de ti. Cuando no estamos juntos, no paro de imaginarme lo que estarás haciendo, dónde y con quién estarás… Tengo miedo de que alguien te dé algo que yo no pueda darte, y lo aprecies más que lo que yo te doy… Tengo miedo de que la próxima vez que nos veamos, ya no exista la alegría, incluso la pasión, que había en nuestros anteriores encuentros.

Te echo de menos… Te veo a todas horas. Te veo, te imagino, nos imagino paseando, yendo de viaje, durmiendo… Pero todo eso se estropea cuando también te imagino de la mano de otro, besando a otro, durmiendo con otro… Todo son dudas.

Me volveré loco si algún otro besa tu cuello. Si besa tus labios… No me hagas esto, por favor. Mantenme a tu lado...

Te quiero demasiado como para perderte.

Tuyo.

Querido mío:

Intentaré ser breve.

En tu carta me dices que tienes miedo de que la próxima vez que nos veamos no exista la pasión que hay hasta ahora. Muy bien, querido, sigue así de celoso y ten por seguro que ni habrá pasión, ni habrá nada. ¿Cómo puedes ser así? ¿De verdad me crees capaz de permitir que alguien que no seas tú me bese, o me rodee con sus brazos? ¡No!

Tú dudas. Pues bien, esas dudas tuyas crean dudas también otras en mí. Otras, o justo las mismas. ¿Y si fueras tú quien va con otra chica? No, yo no soy como tú, de manera que no me preocupo por ello.

Confía en mí, tal como yo confío en ti, y entonces no habrá pérdidas de ningún tipo. Es más, estaremos juntos, seguiremos juntos, y nos mantendremos juntos. Para lo bueno, y para lo malo. Pero deberás confiar.

Tu Luna.