TERCER TIEMPO: LUNA CRECIENTE
-Toda la puta vida igual. ¿Quién cojones se creen que son? Esto tiene que acabar. Tiene que acabar de una puta vez. Son todos unos hijos de la gran puta. ¡Hijos de la gran puta!
Eran altas horas de la madrugada cuando aquel hombre gritaba todo tipo de improperios mientras cruzaba el puente que atravesaba el río de su ciudad. Quería llegar a su casa, pero la borrachera que llevaba encima se lo impedía. Se paraba cada pocos metros, para seguir gritando, y, de vez en cuando, mirar puente abajo, clavando la mirada en las aguas del río. Poco antes se había gastado todo el dinero que llevaba encima, que no era mucho, en una combinación de licores espectacular, en una taberna cercana.
-Una botella de tu mejor vodka –dijo, nada más entrar en la taberna, el hombre. Se sentó junto a la barra.
-Aquí todos los vodkas son iguales –respondió la camarera, una mujer entrada en años, pero que aún mantenía un toque especial de juventud, rubia, y de estatura mediana.
-Me cago en mis cojones, dame una puta botella de vodka de una puta vez –y levantó, no sin esfuerzo, la cabeza, mirando a la camarera. Fue en este momento cuando la mujer vio los ojos del hombre, y descubrió desesperación. Desesperación que no le importaba de dónde venía, así que fue a por la botella.
Justo un instante antes de darle la botella a aquel hombre, le dijo que le iba a costar cara.
-¿Qué te crees, zorra? –Respondió- ¿Que no voy a poder pagar una puta botella de vodka? –y le quitó de las manos la botella.
A la botella de vodka le siguió una de whisky, una de tequila, y luego, otra de vodka. "Hay que ver qué aguante tiene este tipo", pensó la camarera.
Llegó la hora de cerrar y la mujer tuvo que levantar al hombre para sacarlo fuera del local. Le costó mucho lograrlo. En cuanto le dio un poco de aire fresco (y tan fresco, era una noche de heladas), el hombre reaccionó, miró a la mujer y murmuró algo que la mujer entendió perfectamente: "Sois todas unas zorras de mierda". "Que te den", dijo la mujer, y dejó tirado al hombre en un portal cercano. Se volvió para cerrar completamente el local, y se fue a su casa.
Aproximadamente dos horas después el hombre se despertó (ya que se había quedado dormido en el portal) y se puso a andar camino del puente, donde le hemos encontrado al principio de esta historia.
Finalmente, llegó a su casa. O, mejor dicho, a su portal. Allí estaba el portero, que tenía órdenes expresas del ayuntamiento de no dejar pasar a aquel hombre. El piso ya no le pertenecía.
Al portero no le hizo gracia verle aparecer, y menos en el estado en que iba. "Déjame entrar", le pidió el hombre. "Lo siento, yo...", respondió el portero.
-¡Déjame entrar, cojones! ¡Hijo de puta maricón!
-Señor, el ayuntamiento me ha prohibido...
-Cierra tu puta boca por una puta vez, cabrón, y déjame entrar.
-Usted sabe que no puedo.
-¿Qué no puedes, maricón? Te voy a decir yo si puedes, o no puedes –cogió al portero y le arreó un puñetazo en la mandíbula izquierda, que, para estar aquel hombre tan borracho como estaba, parecía mentira que pudiera pegar tan fuerte. El portero cayó al suelo pegando un alarido horrible.
El hombre, tambaleándose, se quedó patidifuso, observando al portero. Unos segundos más tarde, comenzó a llorar, y subió a su piso.
-¡Recoja sus cosas y váyase! –Gritó el portero, aún en el suelo- ¡Eso es lo que tiene que hacer!
El hombre farfulló algo ininteligible, y, a duras penas, llegó a su piso. Abrió la puerta (tras varios intentos de encajar la llave en la cerradura), donde estaba pegado un papel del ayuntamiento, que indicaba lo que ya se sabe, que tenía que desalojar el piso. Entró, y cerró, intentando hacer el menor ruido posible.
Pocas horas después, al portero se le acabó la paciencia. Se armó de valor, y se dirigió al piso del hombre para informarle de que, o se iba, o llamaba a la policía. Llamó a la puerta muchas veces, todas sin ningún tipo de contestación. “Un último intento antes de llamar a la policía”, se dijo el portero, y sacó la llave maestra del edificio, para entrar en el piso.
Accedió al piso. No oía nada. Todo parecía estar en paz. La sala. La cocina. El baño. Nada. Hasta que llegó al dormitorio. Allí se encontró con la imagen más desagradable que vería nunca: el hombre, ahorcado. Se había suicidado. Con un cinturón, que pasaba a través de la viga que cruzaba el dormitorio. El portero lanzó un grito sordo, y no tardó en reaccionar, llamando a la policía. Para hablar de un asunto bastante diferente al que tenía pensado comentarles.
Poco tiempo después se supo que a aquel hombre, además de echarle de casa, su novia, tras varios años juntos, le había dejado. Y que también le habían echado del trabajo, sin explicaciones, y sin indemnización alguna.
Nadie sabe si esas razones, aunque graves, son razones para quitarse la vida. Se estuvo debatiendo sobre ello durante algún tiempo, no mucho, entre los vecinos. El piso no tardó en ser ocupado, y, poco a poco, se volvió a la normalidad. Todo seguía igual, salvo el portero, que dejó su puesto. Fue sustituido rápidamente. Todo seguía igual. Esta vez pasó en aquella calle, normalmente tranquila, en fase de Luna creciente, y otra vez, pasará en otro lugar del mundo. O en varios. Todo seguía, todo sigue, igual.
-Toda la puta vida igual. ¿Quién cojones se creen que son? Esto tiene que acabar. Tiene que acabar de una puta vez. Son todos unos hijos de la gran puta. ¡Hijos de la gran puta!
Eran altas horas de la madrugada cuando aquel hombre gritaba todo tipo de improperios mientras cruzaba el puente que atravesaba el río de su ciudad. Quería llegar a su casa, pero la borrachera que llevaba encima se lo impedía. Se paraba cada pocos metros, para seguir gritando, y, de vez en cuando, mirar puente abajo, clavando la mirada en las aguas del río. Poco antes se había gastado todo el dinero que llevaba encima, que no era mucho, en una combinación de licores espectacular, en una taberna cercana.
-Una botella de tu mejor vodka –dijo, nada más entrar en la taberna, el hombre. Se sentó junto a la barra.
-Aquí todos los vodkas son iguales –respondió la camarera, una mujer entrada en años, pero que aún mantenía un toque especial de juventud, rubia, y de estatura mediana.
-Me cago en mis cojones, dame una puta botella de vodka de una puta vez –y levantó, no sin esfuerzo, la cabeza, mirando a la camarera. Fue en este momento cuando la mujer vio los ojos del hombre, y descubrió desesperación. Desesperación que no le importaba de dónde venía, así que fue a por la botella.
Justo un instante antes de darle la botella a aquel hombre, le dijo que le iba a costar cara.
-¿Qué te crees, zorra? –Respondió- ¿Que no voy a poder pagar una puta botella de vodka? –y le quitó de las manos la botella.
A la botella de vodka le siguió una de whisky, una de tequila, y luego, otra de vodka. "Hay que ver qué aguante tiene este tipo", pensó la camarera.
Llegó la hora de cerrar y la mujer tuvo que levantar al hombre para sacarlo fuera del local. Le costó mucho lograrlo. En cuanto le dio un poco de aire fresco (y tan fresco, era una noche de heladas), el hombre reaccionó, miró a la mujer y murmuró algo que la mujer entendió perfectamente: "Sois todas unas zorras de mierda". "Que te den", dijo la mujer, y dejó tirado al hombre en un portal cercano. Se volvió para cerrar completamente el local, y se fue a su casa.
Aproximadamente dos horas después el hombre se despertó (ya que se había quedado dormido en el portal) y se puso a andar camino del puente, donde le hemos encontrado al principio de esta historia.
Finalmente, llegó a su casa. O, mejor dicho, a su portal. Allí estaba el portero, que tenía órdenes expresas del ayuntamiento de no dejar pasar a aquel hombre. El piso ya no le pertenecía.
Al portero no le hizo gracia verle aparecer, y menos en el estado en que iba. "Déjame entrar", le pidió el hombre. "Lo siento, yo...", respondió el portero.
-¡Déjame entrar, cojones! ¡Hijo de puta maricón!
-Señor, el ayuntamiento me ha prohibido...
-Cierra tu puta boca por una puta vez, cabrón, y déjame entrar.
-Usted sabe que no puedo.
-¿Qué no puedes, maricón? Te voy a decir yo si puedes, o no puedes –cogió al portero y le arreó un puñetazo en la mandíbula izquierda, que, para estar aquel hombre tan borracho como estaba, parecía mentira que pudiera pegar tan fuerte. El portero cayó al suelo pegando un alarido horrible.
El hombre, tambaleándose, se quedó patidifuso, observando al portero. Unos segundos más tarde, comenzó a llorar, y subió a su piso.
-¡Recoja sus cosas y váyase! –Gritó el portero, aún en el suelo- ¡Eso es lo que tiene que hacer!
El hombre farfulló algo ininteligible, y, a duras penas, llegó a su piso. Abrió la puerta (tras varios intentos de encajar la llave en la cerradura), donde estaba pegado un papel del ayuntamiento, que indicaba lo que ya se sabe, que tenía que desalojar el piso. Entró, y cerró, intentando hacer el menor ruido posible.
Pocas horas después, al portero se le acabó la paciencia. Se armó de valor, y se dirigió al piso del hombre para informarle de que, o se iba, o llamaba a la policía. Llamó a la puerta muchas veces, todas sin ningún tipo de contestación. “Un último intento antes de llamar a la policía”, se dijo el portero, y sacó la llave maestra del edificio, para entrar en el piso.
Accedió al piso. No oía nada. Todo parecía estar en paz. La sala. La cocina. El baño. Nada. Hasta que llegó al dormitorio. Allí se encontró con la imagen más desagradable que vería nunca: el hombre, ahorcado. Se había suicidado. Con un cinturón, que pasaba a través de la viga que cruzaba el dormitorio. El portero lanzó un grito sordo, y no tardó en reaccionar, llamando a la policía. Para hablar de un asunto bastante diferente al que tenía pensado comentarles.
Poco tiempo después se supo que a aquel hombre, además de echarle de casa, su novia, tras varios años juntos, le había dejado. Y que también le habían echado del trabajo, sin explicaciones, y sin indemnización alguna.
Nadie sabe si esas razones, aunque graves, son razones para quitarse la vida. Se estuvo debatiendo sobre ello durante algún tiempo, no mucho, entre los vecinos. El piso no tardó en ser ocupado, y, poco a poco, se volvió a la normalidad. Todo seguía igual, salvo el portero, que dejó su puesto. Fue sustituido rápidamente. Todo seguía igual. Esta vez pasó en aquella calle, normalmente tranquila, en fase de Luna creciente, y otra vez, pasará en otro lugar del mundo. O en varios. Todo seguía, todo sigue, igual.
Otras pequeñas historias en ¡A txiflar!:
- Un día más, sin más
- Solos en la escalera
- El vagón de tren
- La única razón
- Los tiempos de la Luna: Primer tiempo
- Los tiempos de la Luna: Segundo tiempo
- Los tiempos de la Luna: Cuarto tiempo
- La sonrisa de los perros
- El muchacho de la triste mirada
- El año en que murió Elvis
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Pase lo que pase, la vida siempre continúa. Asi ha de ser, también es cuestión de supervivencia.
ResponderEliminarLo realmente terrible e inhumano es la indiferencia ante la desesperación y el dolor ajeno...
Que triste y demoledora ésta fase lunar, Jon
Así es, Ouiser, es un tanto triste pero bueno, como suele decirse, hay que pensar en positivo, y no dejarnos llevar por la desesperación. Ese camino hay que evitarlo a toda costa.
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