[Viene de: Do you mind? (Prólogo)]
Desde pequeño siempre me habían fascinado los temas relacionados con la fontanería, por lo tanto, a muy temprana edad ya tenía muy claro que lo que quería ser de mayor era fontanero. Pasaron los años, y mi sueño se cumplió.
El negocio no me iba mal, tampoco muy bien, pero no me quejaba. Estaba yo en mi pequeña oficina, es decir, en el escritorio de mi habitación, en mi casa, haciendo cálculos para unos presupuestos, cuando llamaron a mi puerta. “¡Adelante!”, grité. Siempre tengo mi puerta abierta. El caso es que no pude decir nada más, porque quien apareció fue una de las criaturas más bellas que yo había visto nunca. ¡Era hermosísima! Mi primera impresión fue que tenía gran parecido con una de mis actrices favoritas, Veronica Lake, especialmente por su peinado. Rápidamente me di cuenta de que había una gran diferencia con Veronica Lake: era morena. Por lo tanto cambié inmediatamente de impresión y a quien ahora se me parecía era a la también actriz Linda Fiorentino, otra de mis musas, en “La última seducción” especialmente. Gran película aquella, por cierto.
- Do you mind? –preguntó.
- ¿Có… có... cómo dice? –empecé a tartamudear. Es algo que siempre me ocurre cuando tengo una conversación del tipo que sea con una mujer. Sobre todo con una tan guapa.
- Es inglés. Le he preguntado que si le importa –¡qué voz, dios mío, qué voz tan dulce y suave tenía!
- ¡Ah! In… in… inglés. Claro… cla… cla… claro –por la cara que puse seguro que me notó que yo de inglés no tengo ni idea. Recordé que me había hecho una pregunta- ¿Que si me imp… imp… import-ta qué?
Ella, sin decir nada, alzó un poco las manos y me mostró un cigarrillo y un mechero Zippo plateado, precioso. Como sus manos. Como sus dedos, finos y largos. ¡Ah! Que si me importaba que fumara.
- A… a… ad-delante.
- He venido porque quiero encargarle un trabajito –dijo, encendiendo con maestría el cigarrillo.
- Para eso e… e… esta-estamos, señora.
- Señorita –se sentó y cruzó las piernas. Sharon Stone. Instinto básico. Muchas coincidencias cinematográficas hasta el momento. No sabía si ello era indicador de algo bueno, o, por el contrario, de algo no malo, cuando menos fatal. De momento la cosa no iba mal, ya que parecía no estar casada. Esto lo deduje gracias a mi buena agudeza visual, fijándome en que no llevaba anillos de ningún tipo. Además, me fui tranquilizando, debido a que ahora sólo la veía de cintura para arriba, al estar ella sentada y haber una mesa entre nosotros. Gracias a ello mi tartamudez fue desapareciendo.
- Usted dirá –le dije.
- Iré directa al grano. Quiero que me ayude a cometer un atraco. De hecho, quiero que usted realice el atraco.
Evidentemente, volvió mi tartamudez.
- ¿Có… có... qué… qué… cómo dice? ¿Me toma… me toma ust-ted el pelo?
Ella alzó sus labios hacia la derecha con una mueca y respondió, rotunda: -No.
Noté que la garganta se me había secado de repente. Agua. Necesitaba agua. Me levanté y empecé a dar vueltas alrededor de la mesa y de ella, que, por cierto, no dejaba de sonreír. Al poco dijo, como si pareciera que pudiera leer mis pensamientos: -Tranquilícese. Y, no creo que sea agua lo que necesita. Quizá le vaya mejor esto –sacó de su bolso rosa con lentejuelas una petaca de licor –Whisky.
- Deme… deme… démelo –cogí la petaca y bebí como un poseso. Casi la terminé. Tranquilizarme no me tranquilicé, pero la borrachera que me agarré, debido a que no estoy muy acostumbrado al alcohol fuerte, fue de órdago. En tres minutos aproximadamente, me encontré repantingado en mi sofá, y cada vez que ella hacía una pausa en su relato, ya que comenzó a contarme su plan, a mí me daba por cantar. Unas cuantas veces ni siquiera esperaba a que hiciera dicha pausa: la mandaba callar y me ponía a cantar directamente. Mis grandes éxitos aquella tarde fueron “Son tus perjúmenes, mujer” y “Paquito chocolatero”.
Lo curioso es que, a pesar de tanto alcohol, tanta interrupción musical, y tantas proposiciones –decentes e indecentes, nos ha jodido, había que intentarlo- hacia ella, recuerdo todo lo que me contó. Yo acepté, después de haberle recordado varias veces que yo era fontanero, no ladrón ni nada parecido.
–Eso es lo mejor –me decía-, nadie sospechará de un simple fontanero.- Al marcharse, me dijo dos cosas más. Una, que podía llamar a un colaborador, sólo a uno. La otra cosa me la dijo, más bien me la susurró , al oído, pegando bien pegados sus labios a mi oreja, y sus pechos y cadera a mi cuerpo: “Y quién sabe, si todo esto sale bien, quizá alguna de tus proposiciones salga también bien… Goodbye, darling”. Y se fue. Qué cabrona, sabe cómo poner cachondo a un tío, y amarrarlo bien amarrado.
Yo intenté despedirme al igual que ella, pero mi nulo inglés y mi completa cogorza me lo impidieron, así que caí derrotado, pensando que el sofá estaba justo detrás de mí, pero no fue así, así que me derrumbé sobre el suelo, haciéndome un daño increíble en la espalda y el coxis.
Todo consistía en atracar la mayor tienda de ultramarinos de la ciudad. Al ser tan grande, tenía muchos, muchísimos clientes, de los cuales nunca se oía una queja. Allí tenían la mejor calidad, la mayor cantidad, lo más barato, la mejor atención, etcétera. No era un hipermercado, era “la mayor tienda de ultramarinos de la ciudad”, y punto. Claro, al ser tan grande, y con tantos clientes, se movía mucha, muchísima pasta. Sólo pensar en tanto dinero, me dieron escalofríos. Si salía bien, sería rico. Y, además, mi nuevo amor vendría a mí con los brazos abiertos, jurándome fidelidad absoluta, y amor, y sexo, sin fin.
Desde pequeño siempre me habían fascinado los temas relacionados con la fontanería, por lo tanto, a muy temprana edad ya tenía muy claro que lo que quería ser de mayor era fontanero. Pasaron los años, y mi sueño se cumplió.
El negocio no me iba mal, tampoco muy bien, pero no me quejaba. Estaba yo en mi pequeña oficina, es decir, en el escritorio de mi habitación, en mi casa, haciendo cálculos para unos presupuestos, cuando llamaron a mi puerta. “¡Adelante!”, grité. Siempre tengo mi puerta abierta. El caso es que no pude decir nada más, porque quien apareció fue una de las criaturas más bellas que yo había visto nunca. ¡Era hermosísima! Mi primera impresión fue que tenía gran parecido con una de mis actrices favoritas, Veronica Lake, especialmente por su peinado. Rápidamente me di cuenta de que había una gran diferencia con Veronica Lake: era morena. Por lo tanto cambié inmediatamente de impresión y a quien ahora se me parecía era a la también actriz Linda Fiorentino, otra de mis musas, en “La última seducción” especialmente. Gran película aquella, por cierto.
- Do you mind? –preguntó.
- ¿Có… có... cómo dice? –empecé a tartamudear. Es algo que siempre me ocurre cuando tengo una conversación del tipo que sea con una mujer. Sobre todo con una tan guapa.
- Es inglés. Le he preguntado que si le importa –¡qué voz, dios mío, qué voz tan dulce y suave tenía!
- ¡Ah! In… in… inglés. Claro… cla… cla… claro –por la cara que puse seguro que me notó que yo de inglés no tengo ni idea. Recordé que me había hecho una pregunta- ¿Que si me imp… imp… import-ta qué?
Ella, sin decir nada, alzó un poco las manos y me mostró un cigarrillo y un mechero Zippo plateado, precioso. Como sus manos. Como sus dedos, finos y largos. ¡Ah! Que si me importaba que fumara.
- A… a… ad-delante.
- He venido porque quiero encargarle un trabajito –dijo, encendiendo con maestría el cigarrillo.
- Para eso e… e… esta-estamos, señora.
- Señorita –se sentó y cruzó las piernas. Sharon Stone. Instinto básico. Muchas coincidencias cinematográficas hasta el momento. No sabía si ello era indicador de algo bueno, o, por el contrario, de algo no malo, cuando menos fatal. De momento la cosa no iba mal, ya que parecía no estar casada. Esto lo deduje gracias a mi buena agudeza visual, fijándome en que no llevaba anillos de ningún tipo. Además, me fui tranquilizando, debido a que ahora sólo la veía de cintura para arriba, al estar ella sentada y haber una mesa entre nosotros. Gracias a ello mi tartamudez fue desapareciendo.
- Usted dirá –le dije.
- Iré directa al grano. Quiero que me ayude a cometer un atraco. De hecho, quiero que usted realice el atraco.
Evidentemente, volvió mi tartamudez.
- ¿Có… có... qué… qué… cómo dice? ¿Me toma… me toma ust-ted el pelo?
Ella alzó sus labios hacia la derecha con una mueca y respondió, rotunda: -No.
Noté que la garganta se me había secado de repente. Agua. Necesitaba agua. Me levanté y empecé a dar vueltas alrededor de la mesa y de ella, que, por cierto, no dejaba de sonreír. Al poco dijo, como si pareciera que pudiera leer mis pensamientos: -Tranquilícese. Y, no creo que sea agua lo que necesita. Quizá le vaya mejor esto –sacó de su bolso rosa con lentejuelas una petaca de licor –Whisky.
- Deme… deme… démelo –cogí la petaca y bebí como un poseso. Casi la terminé. Tranquilizarme no me tranquilicé, pero la borrachera que me agarré, debido a que no estoy muy acostumbrado al alcohol fuerte, fue de órdago. En tres minutos aproximadamente, me encontré repantingado en mi sofá, y cada vez que ella hacía una pausa en su relato, ya que comenzó a contarme su plan, a mí me daba por cantar. Unas cuantas veces ni siquiera esperaba a que hiciera dicha pausa: la mandaba callar y me ponía a cantar directamente. Mis grandes éxitos aquella tarde fueron “Son tus perjúmenes, mujer” y “Paquito chocolatero”.
Lo curioso es que, a pesar de tanto alcohol, tanta interrupción musical, y tantas proposiciones –decentes e indecentes, nos ha jodido, había que intentarlo- hacia ella, recuerdo todo lo que me contó. Yo acepté, después de haberle recordado varias veces que yo era fontanero, no ladrón ni nada parecido.
–Eso es lo mejor –me decía-, nadie sospechará de un simple fontanero.- Al marcharse, me dijo dos cosas más. Una, que podía llamar a un colaborador, sólo a uno. La otra cosa me la dijo, más bien me la susurró , al oído, pegando bien pegados sus labios a mi oreja, y sus pechos y cadera a mi cuerpo: “Y quién sabe, si todo esto sale bien, quizá alguna de tus proposiciones salga también bien… Goodbye, darling”. Y se fue. Qué cabrona, sabe cómo poner cachondo a un tío, y amarrarlo bien amarrado.
Yo intenté despedirme al igual que ella, pero mi nulo inglés y mi completa cogorza me lo impidieron, así que caí derrotado, pensando que el sofá estaba justo detrás de mí, pero no fue así, así que me derrumbé sobre el suelo, haciéndome un daño increíble en la espalda y el coxis.
Todo consistía en atracar la mayor tienda de ultramarinos de la ciudad. Al ser tan grande, tenía muchos, muchísimos clientes, de los cuales nunca se oía una queja. Allí tenían la mejor calidad, la mayor cantidad, lo más barato, la mejor atención, etcétera. No era un hipermercado, era “la mayor tienda de ultramarinos de la ciudad”, y punto. Claro, al ser tan grande, y con tantos clientes, se movía mucha, muchísima pasta. Sólo pensar en tanto dinero, me dieron escalofríos. Si salía bien, sería rico. Y, además, mi nuevo amor vendría a mí con los brazos abiertos, jurándome fidelidad absoluta, y amor, y sexo, sin fin.
Continuará... en breve
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