PERLAK
Hirokazu Kore-eda es uno de los
directores más queridos del Zinemaldia. De eso no hay duda,
comprobando que ha ganado en un par de ocasiones el Premio del
Público (con De tal padre, tal hijo y con Nuestra hermana pequeña)
y que recibió en la edición 66 nada menos que el Premio Donostia.
Un polifacético director que ha tocado varios palos en cuanto a
géneros se refiere, centrándose en los últimos años en historias
que cuentan relaciones familiares, dramas que quizá contengan algo
de comedia (pero poco, en general) que saben llegar al corazón del
espectador, haciendo que éste suelte alguna lagrimilla.
En esta nueva película de Kore-eda,
Broker, presentada en el pasado Festival de Cannes y que llega a
Donosti como Perla, tenemos a un grupo de personajes que la suerte ha
querido que se reúnan. Bueno, la suerte o la desdicha, pues todos
ellos son en cierto modo unos perdedores. Se trata de una pareja de
hombres que trafican con bebés robados, de la madre de uno de esos
bebés (que ha abandonado a su hijo y luego se arrepiente, topándose
con la pareja en cuestión), y por último un niño que no quiere
estar en ningún sitio de acogida y ve la oportunidad de poder
escaparse con esa gente de la que conoce lo que van a hacer, que por
supuesto es ilegal (por tanto les chantajea para que le lleven con
ellos). Además tenemos a otros personajes por ahí: una pareja de
mujeres policías les sigue los pasos a los traficantes de bebés,
para pillarles con las manos en la masa a la hora de vender al bebé
que llevan; y también, aunque en un plano muy secundario, otros
personajes que persiguen a la chica que dejó al bebé, porque
quieren recuperarlo.
Estamos, pues, ante una road movie, con
los protagonistas buscando unos padres adecuados para el bebé.
Mientras los buscan, las conversaciones entre ellos son las que nos
irán desvelando datos y detalles sobre sus propias vidas, y será lo
que hará que el espectador empatice con ellos. Sucede todo lo
contrario con los personajes que les persiguen (las policías y los
otros), que no se siente ninguna empatía y lo que hacen es echar por
tierra ese buen rollo que se ha creado en el corazoncito del
espectador. A esto de la empatía ayuda que en aquellas escenas donde
se ve a los protagonistas, todo es bastante luminoso (excepto cuando
se cuenta algún pasaje oscuro de la vida de alguno de ellos), cuando
están todos juntos incluso hay algún momento para sonreír ante
tanta tristeza (el niño, que es un “salao” aporta mucha gracia a
todo). En cambio, con los otros personajes, todo es oscuro, siempre
hay contraluz, no se les ve (en general) bien... Son malos, y
Kore-eda quiere dejarlo claro.
Habrá quien califique el cine de
Kore-eda como “pornografía emocional”, o algún término
similar, por el hecho de querer buscar la lágrima, de forzarla, de
parecer un telefilm de tarde... Hay que decir que en este caso (y
probablemente en otros también) está justo en el límite de parecer
todo eso, pero logra salir airoso. Eso sí, por los pelos. Al final la
película se ve a gusto, como casi todas las de su filmografía, y
como digo, llega a emocionar en algún momento, con un final que le
deja a uno con el corazón en un puño y que, probablemente, no sea
el que el espectador desea. Pero así es la vida, y así la intenta
retratar este director, en una película donde una serie de
personajes que no tienen en la vida más que sueños perdidos y
rotos, logran conectar mínimamente y por un momento llegan a ver
nuevos horizontes... Que probablemente nunca podrán tener.
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