TRES COLORES: BLANCO
Trois couleurs: Blanc, 1994
Tú me das, yo te doy.
Yo pago, tú pagas.
Tú me echas, yo te echo.
Yo te amo... ¿y tú a mí?
Yo pago, tú pagas.
Tú me echas, yo te echo.
Yo te amo... ¿y tú a mí?
La igualdad. Otro tema universal tratado por Krzysztof Kieslowski, en esta ocasión con la película que nos ocupa y con la que se permite además coquetear de nuevo con la comedia (otra ocasión donde lo hizo fue en Decálogo 10), pero también llevando al espectador por el camino que tan marcado está en su filmografía, especialmente desde su alianza con el guionista Krzysztof Piesiewicz.
Tres colores: Blanco empieza con su protagonista Karol, inmigrante polaco en Francia, en un juicio con Dominique, quien se divorcia de él y además le quita todo, dejándolo en la calle cual vagabundo. El azar, ese elemento tan presente en Kieslowski, hace que Karol conozca a un paisano suyo, Mikolaj, que vuelve a Polonia y con quien se compincha para, también, volver a su país clandestinamente.
Al llegar a Polonia, un nuevo hecho que les ha deparado el destino (el azar, que sigue jugando su partida) hace que se separen ambos personajes, pero Karol consigue llegar a su antiguo hogar junto a su hermano, dispuesto a rehacer su vida. Eso sí, sin olvidar a su amada Dominique, a la que siempre querrá volver a ver... A partir de aquí no será ya el azar quien tome cartas en el asunto, sino la inteligencia y creatividad del propio Karol (como individuo).
La película es un canto a la igualdad entre países (en este caso Francia y Polonia), donde las diferentes leyes existentes en cada territorio no hacen sino alejar a las personas que los habitan y que quieren (o necesitan) circular libremente por donde crean conveniente. Es necesario cambiar esas leyes, tratar de aunar conceptos y acortar distancias para que casos como los que tanto vemos en los últimos tiempos por televisión (o no) de refugiados vayan llegando a su fin, pero no para que sean devueltos a sus países de origen, sino para lograr un hermanamiento con ellos, a una solidaridad prácticamente inexistente en la época que narra esta película (y que a día de hoy tengo mis dudas que eso haya cambiado), más de veinticinco años después.
Ahora bien, para cambiar las leyes de un país, primero hay que cambiar las de uno mismo, las del individuo (esta es una de las cosas que se podían interpretar del plano final de una de sus mejores películas, El aficionado), tema también recurrente en todo Kieslowski y que se hace más que evidente al final de la película, con esa escena maravillosa de ambos personajes, Karol y Dominique, mirándose, con una distancia en apariencia insalvable entre ambos, pero con una comunicación que hasta ese momento nunca había existido, indicando que la igualdad, tan reclamada por Kieslowski, llegará. Se lo está diciendo directamente al espectador: Llegará.
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