Dos películas en espacios casi únicos, en formato casi enteramente documental, donde Kieslowski mete la cámara y prácticamente no sale de ahí hasta el final.
Con El hospital (Szpital, 1976), Krzysztof Kieslowski no duda en meterse en un hospital para mostrar casi con todo detalle veinticuatro horas de los cirujanos que ahí trabajan. Empieza su jornada laboral y, hora tras hora, marcada por un reloj en pantalla, asistimos a su larga (y con frecuencia precaria) rutina laboral. La atención a pacientes, fracturas, operaciones con hierros y martillazos... Momentos no aptos para personas sensibles, pero llenos de naturalidad y no faltos, incluso, de alguna que otra situación que puede llegar a considerarse divertida.
Una de las cosas que más llama la atención es la naturalidad mencionada, que también vemos en otros trabajos de Kieslowski, donde los personajes nunca miran a cámara para hacer ninguna declaración o comentario directamente al espectador. Es su día a día, tal cual. Y Kieslowski está ahí, para grabarlo. Pura realidad. Justo lo que buscaba captar en todas sus películas.
Algo muy similar sucede en El personal (Personel, 1975), teniendo en esta ocasión como escenario las "tripas" de un teatro, su interior. Ahí vemos a todos los trabajadores de ese lugar, preparando una función teatral. Actores, música, vestuario... Todos los preparativos, con la cámara de un lado para otro, observando cada detalle. Sólo sale del teatro en tres ocasiones: en dos de ellas es para seguir al personaje conductor de la película, un joven llamado Ramek, yendo al tren y relacionándose con una chica; la tercera ocasión es al final, donde vemos un despacho maravillosamente iluminado en el que el pobre chico tendrá que tomar una decisión...
El tono general de la película vuelve a ser casi de estilo documental, y de nuevo esa naturalidad que obtiene Kieslowski es fantástica. ¿Está guionizado? ¿Lo improvisaron todo? Probablemente un poco de todo, esa es la impresión que da. Ahora bien, llega un punto en el que la película da un giro radical y pasa a posicionarse, podría decirse, políticamente. Lo que vemos es una lucha de clases entre la gente de la calle, la clase trabajadora, y los adinerados. Todo ello se refleja claramente en el conflicto que surge cuando uno de los actores rechaza la ropa que le han confeccionado desde el departamento de vestuario. El actor trata como verdaderos lacayos a esos trabajadores ante la mirada atónita y la pasividad de los demás. Poco después, la clase trabajadora quedará mejor reflejada al verse cómo celebran una asamblea que incluso parece clandestina.
Otra razón más que evidencia esa lucha y la diferencia de clases es la genial secuencia final, donde se hace evidente que aquellos que tienen "el poder" están más posicionados del lado de quien más dinero tiene (el actor, en este caso), incitando a la delación más rastrera... Es el tramo final el que hace ganar puntos a la película, con unos planos finales que, alternados con los títulos de crédito, hacen reflexionar, y mucho, sobre un futuro muy abierto, lleno de claroscuros, que sólo uno mismo podrá escribir sobre la página en blanco que es nuestro porvenir.
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