22 de junio de 2019

Varda por J.R.R.


El único contacto que había tenido anteriormente con Agnès Varda fue en 2017, cuando en el Zinemaldia le otorgaron uno de los Premios Donostia de aquel año (eso si no tenemos en cuenta las referencias que ya tenía de ella, cuando unos años antes el propio Zinemaldi dedicó una retrospectiva a su querido Jacques Demy, yendo la propia Varda a presentar el ciclo). En aquella ocasión pude ver cómo esta pequeña mujer, de sonrisa permanente, recorría los metros de alfombra roja que separaban el hotel María Cristina del Teatro Victoria Eugenia, donde José Luis Rebordinos, director del Festival, le entregaría el premio. En ese recorrido y tras las vallas, nos encontrábamos poquísima gente, apenas nadie, para aplaudirla como se suele hacer habitualmente con otro tipo de premiados o estrellas que realizan ese pequeño paseo para presentar sus películas. Unos pocos aplausos y la inamovible sonrisa en la cara de Varda. Intenté conseguir su autógrafo, pero no fue posible. Me saludó muy amablemente, pero no se acercó. Qué pena cuando sucede eso, qué frustración. Pero no importa, pues estaba claro que la edad no perdona, notándosele el esfuerzo y la emoción. Ese año, Agnès Varda presentaba la que era su última película (ahora penúltima), Caras y lugares, codirigida junto al artista JR. Una estupenda, divertida, original y emotiva película que gana puntos según se ve más veces.

Reconozco que tras ese único contacto no tuve curiosidad de indagar más en su filmografía, aun a sabiendas de que poco tiempo después le otorgaban también un Oscar honorífico en homenaje a toda su carrera... Algo debía de tener esta directora para que fuese reconocida con tanto premio importante.

El siguiente contacto con ella ha resultado ser una gran oportunidad de poner remedio a no haber visto nada más de lo que ha realizado: el ciclo Nosferatu de San Sebastián, organizado entre otras entidades por Donostia Kultura y la Filmoteca Vasca, programaba un ciclo si no completo, casi, sobre ella. Voy a confesarlo: inicialmente tenía mis reticencias, incluso llegué a pensar en que quizá este ciclo sería el primero al que no iba a asistir tras estar haciéndolo fielmente durante muchos años... Afortunadamente algún consejo de gente que conoce sus películas y la curiosidad cinéfila de un servidor, me hicieron cambiar de opinión.

Agnès Varda en la alfombra roja junto a su hija Rosalie Varda Demy (izquierda)

Pasados los meses y tras haber visto prácticamente todas las películas proyectadas en el ciclo (únicamente me han faltado dos, al coincidir las proyecciones con otros menesteres culturales... Se trata de la segunda y la tercera entrega del homenaje a Jacques Demy: Les demoiselles ont eu 25 -1993- y L'univers de Jacques Demy -1995) debo decir que no hay una película que me haya parecido “especial” o que me haya llegado especialmente al corazoncito (a excepción, quizá, de la ya citada Caras y lugares), pero sí hay varias muy interesantes (más de las que en un principio podía esperar), donde se ven claramente las inquietudes de Varda en muchos aspectos, ya sean artísticos o reivindicativos, siempre al tanto de temas socioculturales y especialmente en lo referente a feminismo. Por cierto que sobre esto último y la reivindicación de la femineidad más pura, destaco especialmente el cortometraje de 1975 Réponse de femmes: Notre corps, notre sexe (puedes verlo aquí). Una película donde se muestra a la mujer tal cual es, en todo su esplendor y desnudez, de una forma muy bella y artística, llena de pureza... que no gusta a los puritanos algoritmos de facebook, pues si se comparte en esa red social será censurado, como pudimos comprobar quienes así lo hicimos en su momento.

Lo más bonito de la filmografía de Agnès Varda es comprobar cómo sus ganas de contar cosas no tenían fin. Tal y como ella ha reconocido, el descubrimiento en el año 2000 de la existencia de la cámara digital le trajo una altísima variedad de posibilidades para contar esas inquietudes suyas, esas ideas que le venían sin parar. Qué bien recibió ese invento, sobre todo tras comprobar que rodar en 35 milímetros en los últimos años no le daba más que disgustos (la última vez que rodó en ese formato fue en la fallida Las cien y una noches -1995-, un muy irregular y en parte aburrido homenaje al cine, a pesar de las estrellas con las que contó: Michel Piccoli, Gerard Depardieu, Jeanne Moreau, Fanny Ardant, Robert DeNiro... Una muestra más de que un reparto lleno de estrellas no hace buena a una película).

Como decía, lo digital le permitió grabar con total libertad, y de ahí han salido trabajos suyos muy recordados, como Los espigadores y la espigadora (2000), donde muestra una gran cantidad de personajes que recogen lo que pueden, viven como pueden y cuando pueden, siempre doblando el espinazo al igual que lo hacían las espigadoras de antaño, convirtiéndose ella, a su vez, en otra espigadora al haber encontrado temas y formas de poder expresarse. La vida da, y ella recoge cuanto puede. La naturalidad de cada personaje que se ve en pantalla es brutal, sobrecogiendo en algunos momentos y por supuesto, también en otros divirtiendo. Por eso es una de las mejores obras de Varda. Tal fue el reconocimiento con esta película que dos años después volvió a la carga con Los espigadores y la espigadora... dos años después (2002), recuperando algunas de las personas que ya se habían visto en la otra película y encontrando nueva gente por el camino. Esta no tiene la frescura que tenía antes, siendo lo mejor ver cómo ha tratado la vida a algunas de esas personas que ya conocíamos.

De Las espigadoras... es de donde salió una de sus instalaciones artísticas más celebradas, Patatopía, con muchas patatas en el suelo frente a imágenes de patatas con forma de corazón marchitándose por el paso del tiempo y generando nuevos brotes... La promoción de esta instalación la realizó Varda con un disfraz de patata. Genio y figura.


Otra película celebrada de Varda es Las playas de Agnès (2006), una autobiografía donde la directora habla de su vida y de sus aficiones, de sus recuerdos, de sus fotografías... y de sus playas. Si bien es una de las películas que con más cariño recuerda la gente, a mí personalmente no me dijo gran cosa. En este sentido de documental autobiográfico prefiero su última película, Varda par Agnès (2019), que la veo como prácticamente lo mismo pero con una mayor capacidad de análisis y reflexión por su parte con respecto a toda su obra. Quizá el hecho de saber que iba a ser su última película (por falta de fuerzas, claro, no por falta de ideas, que seguro que aún tenía un montón en mente) es lo que la hace más valiosa, al tener esa mayor capacidad de análisis que comento.

Con lo digital siempre a cuestas, Varda no podía sino flirtear con el formato televisivo, llegando a realizar en 2011 una serie de cinco episodios titulada Agnès de ci de là Varda (algo que podría traducirse más o menos como “Agnès Varda de acá para allá”), donde una vez más vemos la faceta más culturalmente inquieta y viajera de la propia Varda. En cada episodio viajamos a varios puntos del mundo donde se realizan festivales culturales o artísticos, o donde la invitan para hablar de sus películas. Así, asistimos a los comentarios que la directora realiza con artistas de Los Angeles, Lisboa, Mexico, Francia... y muchos sitios más. A destacar, por citar únicamente dos cosas, las conversaciones con Manoel de Oliveira (muy interesantes) y las performances de Miquel Barceló (infumables). Es cuando el episodio se convierte en una especie de “Callejeros viajeros” (aquel programa de televisión), mostrando simplemente algunas opiniones de gente poco interesante o simples puestos de las calles de la ciudad que se encuentra visitando, que pierde toda su gracia. En cambio, cuando se analizan ciertos aspectos del arte y se intenta trasladar al espectador esa reflexión sobre qué es el arte o qué cotas de expresión pueden llegar a adquirirse a través de cualquier obra, por pequeña que sea (un cuadro hecho de botones, por ejemplo) es donde sin duda se encuentra lo valioso que Varda nos ofrece en cada episodio.


Desde que empezara con su primera película, La Pointe Courte (1954), era inevitable asociarla a la Nouvelle Vague a pesar de que se adelantara unos años a su aparición. La estética, la naturalidad y la forma de contar la historia de una pareja que se reencuentra hace que efectivamente todo remita al tipo de cine que gente como François Truffaut o Jean-Luc Godard realizarían unos años después. Varda ya no pararía de rodar desde entonces, realizando varios cortometrajes hasta que llegó su segundo largo en 1961, la estupenda Cléo de 5 à 7, ahora ya sí, con la Nouvelle Vague a todo trapo y continuando esa estética y apuntando maneras a pasos agigantados, atreviéndose incluso a meter dentro de la propia ficción pequeños fragmentos que hacen que la película parezca un documental, género que ya había tratado en los cortos previos, tales como Ô saisons, ô châteaux -1957-,donde se visita una serie de castillos con diferentes comentarios y reflexiones sobre ellos, Du côte de la côte -1958, similar al anterior pero en esta ocasión con zonas y lugares de la Costa Azul francesa, o un tercer corto, L'Ópera-Mouffe -1958-, relatando ahora la vida en una calle parisina (la Mouffetard) con sus gentes y sus vidas, haciéndonos pensar quizá que de aquí salió el germen para el que será uno de sus mejores largometrajes: Daguerréotypes (1975).

En Daguerréotypes la idea no puede ser más sencilla: Agnès Varda recoge la vida de la calle donde vivió, la Daguerre de París. Lo que sin duda más transmite la película es, precisamente, vida. La de la propia calle y la de la gente que la habita, desde el panadero hasta el carnicero y su mujer, pasando por unos cuantos personajes más. Gente joven y gente anciana, gente humilde y sin pretensiones, con sus historias contadas a cámara que en no pocos casos llegan a emocionar dada su sencillez y la falta de ganas de complicársela... Una idea fantástica que de tan simple que pudiera parecer en su planteamiento, parece mentira que llegue a contar tanto.

Antes de Daguerréotypes, Varda se fue separando del estilo Nouvelle Vague, tanteando ya un estilo mucho más personal, que reflejaba más su manera de ver la vida en aquella época, como Le bonheur -1964- un análisis sobre el amor y la felicidad que a mí me resulta una de sus películas menos interesantes, a pesar de que el sentir general no sea así; también rodó en 1969 una película hippie en todo su esplendor, Lions, love (… and Lies), con un trío protagonista muy conocido y totalmente allegados a ese movimiento en aquella época (la actriz Viva y los actores Jim Rado y Jerry Ragni) que si bien ha quedado anticuada en prácticamente todos los aspectos, no deja de ser una buena muestra del vivir y el sentir de aquellos años, con gente sin ningún tipo de preocupación (desde luego estos tres, muchas preocupaciones no debían de tener, y económicas tampoco) salvo pasarlo bien y dejar que la vida siga su curso. Por su parte, la película Una canta, la otra no (1976) también podría considerarse algo hippie, aunque ya con un toque mucho más reivindicativo. Más allá del fuerte feminismo con el que se reclama el derecho al aborto (y que Varda mostró de forma muy valiente y sin pudor en aquella época) no tiene mucho más interés.

Y con todo ello, como ya he dicho antes, Varda no paraba entre largo y largo: cortometrajes entre los años sesenta y los setenta: más comprometidos en Cuba (Salut les cubains) o en Estados Unidos (Black Panthers), intelectuales (Elsa la rose), unido a temas más personales (Uncle Yanco), pasando a los ochenta ya quizá con otra perspectiva pero siempre con diferentes inquietudes, como una fotografía de la propia Varda tomada en 1954 y el análisis de la misma (Ulysse), las cariátides de figuras femeninas en algunos edificios de París (Les dites cariatides), o una historia con cierto toque mágico y surrealista (Le lion volatil), por citar sólo tres de aquellos años...

En Estados Unidos y volviendo al repaso de sus largos, uno de los más curiosos y sugerentes es Mur murs (1980), sobre los diferentes murales realizados en paredes, fachadas y calles de Los Ángeles que tanto llamaron la atención a Varda cuando acudió a la ciudad, descubriendo así a verdaderos artistas con los que charló, haciendo lo propio también con calles y colores, y de nuevo encontrando vida allá por donde pasaba, sin duda una de sus grandes habilidades. También está rodada en Los Ángeles Documenteur (1981), donde aparecía su hijo Mathieu Demy y siendo una película que personalmente me parece bastante olvidable de la que poco o nada podría comentar.


De vuelta en Europa, en 1985 presenta dos películas. La primera es una historia de ficción con mucho contenido social que llegó a ganar el León de Oro en Venecia: Sin techo ni ley. Con una Sandrine Bonnaire sensacional interpretando a una vagabunda inconformista y desarraigada, asistimos a su deambular por la vida y a su relación con la gente con quien se va encontrando. En este sentido también podría considerarse de alguna forma un documental, pero no deja de ser una ficción a la que como espectadores asistiremos atónitos al ver sus comportamientos. La segunda película de aquel año es, en cambio, algo muy irregular que rodó con la actriz Jane Birkin, con la que Varda tenía ganas de trabajar así que le propuso realizar algo juntas. De ahí resultó Jane B. par Agnès V., un producto totalmente inconexo en su contenido y en su forma, con diferentes escenas y trozos de películas inventadas protagonizadas por la actriz que no llevan a ningún lado... Para un servidor, de las peores películas de Varda.

Un par de años después de aquel experimento, en 1987, vuelven a trabajar juntas directora y actriz, en esta ocasión con otra película de ficción: Kung-Fu Master. Al ser un guión más estándar (en el sentido de contar con inicio, nudo y desenlace), se hace mucho más llevadera que la película anterior, contando la historia de amor entre un joven de catorce años (Mathieu Demy, de nuevo a las órdenes de su madre) y una mujer de cuarenta, divorciada y con dos hijas. Sin entrar al detalle de por qué llega a producirse el enamoramiento entre ambos personajes, llama mucho la atención el tratamiento de algo así, no demasiado habitual, pero rodado y mostrado con total normalidad. No es que sea una gran película, pero se ve a gusto.

Para ir acabando ya, la única película que me queda por comentar de su filmografía en este orden un tanto a saltos es también una de las mejores y más recomendables de Varda: Jaquot de Nantes (1991). En ella, vemos la historia de quien fue su pareja durante muchos años, Jacques Demy. Construida a base de recuerdos del propio Demy, está contada en partes bien diferenciadas que van alternándose durante la película: la infancia y el nacimiento de la pasión por el cine (y el arte) de Demy, su adolescencia y por último el propio director narrando precisamente esos recuerdos y otras cosas. Esta última parte (en realidad la película completa, pero esta más concretamente) está rodada a base de primerísimos planos de Demy, haciéndonos ver así toda la cercanía, el amor y el cariño que Varda sentía por él. Por cierto que fue Varda quien le sugirió a Demy que rodara la película sobre su vida, pero él estaba ya enfermo así que le dijo que fuera ella misma quien lo hiciese. Sin duda, no había nadie mejor para hacerlo. En pocas películas se notará ese afecto y sentimientos como en esta.

Como conclusión a este repaso de prácticamente todo lo que ha rodado Agnès Varda, diré que ha sido un estupendo (gran) descubrimiento. Frente a aquellas dudas iniciales que tenía y a pesar de no haber encontrado realmente “mi” película de Varda dentro de todo lo que ha hecho, su vitalidad, sus ganas de contar cosas, cómo las contaba y cuándo lo hacía, su valentía y su militancia, su buen humor, sus emociones e incluso en alguna ocasión sus lágrimas, se ven y se notan perfectamente como espectador en todo ese conjunto de largos y cortos, así como instalaciones artísticas. Sirvan estas palabras como homenaje a su figura y su persona. El viaje ha merecido la pena. Viva Varda.


¡Extra, extra!

Llegada de Agnès Varda al Teatro Victoria Eugenia para recibir el Premio Donostia.



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