1 de mayo de 2011

Ocho menos cuarto

No sé qué demonios hago aquí con él. En realidad, no sé qué demonios he estado haciendo con él durante todo este tiempo. Pasan los días y seguimos igual, siempre hacemos lo mismo, la misma rutina.

No sé cuánto tiempo llevamos juntos, pero todo eso me da igual, siempre es él quien se acuerda de ese tipo de cosas, ese tipo de chorradas. ¿Qué más dará tener conocimiento de esas nimiedades, cuando lo realmente importante es estar juntos?

No sé qué me está contando en estos momentos. No le estoy escuchando. Estamos caminando por el puerto en una tarde preciosa, y yo me pregunto qué hago aquí con él. Veo a la gente, a sus parejas, sonríen y parecen disfrutar. Parecen disfrutar. Yo lo intento, de veras que lo intento, y a cada momento que pasa me cuesta más disimular mi hastío, pero creo conseguirlo. Sonrío a las caras conocidas, comparto banalidades y tópicos en conversaciones insufribles. Decimos adiós y seguimos caminando. No hacemos otra cosa.

Si me marcho ahora creo que podría coger el autobús de las ocho menos cuarto. Llegaría a tiempo, no estoy más que a unos siete u ocho minutos. Qué casualidad, de algo sí me acuerdo sin problemas: fue en ese autobús en el que podría decirse que comenzó nuestra relación. Ahora quiero que sea ese mismo el que termine con ella.

El autobús de las ocho menos cuarto. Sí, los detalles de aquellos primeros instantes sí los recuerdo bien. La gente volvía de la playa y yo había estado con unas amigas comentando la juerga de la noche anterior. Ellas vivían en la ciudad, con lo cual yo solía volver sola en el autobús. En aquella ocasión allí estaba él, a quien conocía únicamente de vista, ya que se daba la casualidad de que los bares que frecuentábamos en las juergas eran, por lo general, los mismos, y además ya le había echado el ojo en algunos conciertos en los que también coincidimos. Nunca habíamos hablado antes, era solamente que me había fijado en él, pero en aquella ocasión, en el autobús, fue cuando empezamos a hablar. El autobús iba lleno hasta la bandera (¡malditos días de playa!) y se sentó a mi lado.

Arrancó el autobús y decidí conocerle, así que empecé a hablar con él. Estoy convencida de que si no hubiera iniciado yo la conversación, él no lo habría hecho y todo habría seguido igual, ya que no sé qué pasa con los chicos de esta ciudad y de los pueblos de alrededor, que si no es una misma la que da el primer paso, no ocurre nada. ¡Parece que nos tengan miedo!

Para romper el hielo utilicé la excusa de querer saber si conocía a una supuesta amiga mía, pensando que sería también amiga suya. Como no había tal amiga, era evidente que no la conocía, pero el primer paso ya estaba dado, así que lo siguiente fue pasar a comentar que me había parecido verle en otras ocasiones y que no sabía que éramos del mismo pueblo, por ejemplo. A pesar de que al principio le noté un tanto nervioso o tenso, con el transcurso de los minutos fue cogiendo confianza y tuvimos algún que otro momento divertido en la conversación. Sin duda parecía un tipo gracioso. Me gustó.

El autobús llegó a mi parada y entonces él me preguntó si no me importaba que fuera conmigo durante un rato para poder seguir charlando. Asentí con la cabeza, sonriendo para mis adentros pues notaba que no sabía disimular el esfuerzo que le suponía preguntarme aquello.

A partir de ahí según transcurrían los días fuimos acercándonos el uno al otro cada vez más, primero con simples conversaciones a través de chat, o en la típica red social, tan de moda y a la vez tan aburrida… Pero a pesar de ello no ocurría nada más, por lo tanto decidí de nuevo ser yo quien diera un nuevo paso si quería una relación seria, algo en condiciones.

Acordé quedar con él y tras tomar un par de refrescos en alguna terraza, por fin llegaron los primeros besos y las primeras caricias. Fue en ese preciso momento en el que debía haberme dado cuenta de que algo no iba a funcionar. No sabía qué era, sólo noté algo, un posible indicador que me decía que no siguiera para adelante. Pero no le hice caso, ese fue mi error.

No sé porqué me uní a él, ni qué me llevó a compartir tantas cosas y momentos con él. Me sentía sola, necesitaba tener a alguien a mi lado. El cuerpo, o mejor dicho mi vida, me lo pedían casi a gritos. Esa era la principal razón, ahora lo sé. Estaban pasando los años y notaba que mi soledad se hacía mayor. Ha sido todo una farsa ridícula, y por fin me he dado cuenta.

El autobús de las ocho menos cuarto…

Es ahora cuando he decidido que lo nuestro no puede continuar así. Ni así ni de ningún modo: simplemente debe acabar aquí. Su terrible monotonía y la rutina de siempre me aburren. No siento nada al tocarle, no siento nada cuando me toca. No tiene conversación. No me aporta nada. No sé si yo le aporto algo a él o si lo he hecho durante todo este tiempo, pero me da igual. No hay comunicación. Además aquella soledad que sentía en el momento de conocerle y que tan malos ratos me hizo pasar no se ha marchado, siempre ha estado ahí. Sigo estando sola. Rodeada de gente, pero sola… Eso es algo que me mata poco a poco, no lo puedo soportar.

Se me echa el tiempo encima y no quiero perder el autobús, así que me paro en seco y le digo lo que hay. Intento ser fría pero el nudo que se me empieza a formar en la garganta poco a poco hace que no me sienta tan fuerte como pensaba. Él no comprende nada y me pregunta porqué. Le explico todas mis razones y me pregunta qué han significado para mí todos esos instantes tan especiales que hemos vivido juntos. Le digo que nunca logré sentirlos como algo especial, y que sin duda, como decían en aquella película, esos momentos se perderán como lágrimas en la lluvia. En mi vida pensé que pudiera decir algo así a alguien.

Debo marcharme y sé que él no lo va a impedir, no es su estilo. Sin querer le agarro la mano pero se ha convertido en algo inerte, una mirada al vacío llena de preguntas que se van a quedar sin respuesta.

Por fin, adiós.

Me alejo y me doy cuenta de que tengo que acelerar el paso hasta casi correr para poder llegar a tiempo al autobús. Faltan pocos instantes para que el reloj marque las ocho menos cuarto y estos autobuses siempre son puntuales. No me está dando tiempo y acelero más el paso. Comienzo a pensar en las palabras que he dicho hace tan pocos minutos. No sé si habré sido demasiado dura pero lamentablemente todo era verdad. Inconscientemente al doblar la última esquina comienzo a cruzar la carretera. Oigo un gran bocinazo y gritos de alarma de la gente cercana. Todo es negro de repente. Todo excepto las grandes luces del autobús de las ocho menos cuarto, que ha salido ya.

FIN

No hay comentarios:

Publicar un comentario